La narrativa de inclusión que celebra que el vuelo suborbital de la compañía Blue Origin haya sido completamente hecho con tripulación femenina pone en el foco un discurso que prioriza lo espectacular y lo simbólico, mientras en paralelo las políticas públicas reducen presupuesto para el desarrollo científico y tecnológico y desplazan a las mujeres de los puestos en toma de decisión
El 14 de abril de este 2025 despegó y aterrizó el último vuelo suborbital de Blue Origin, la compañía privada aeroespacial de Jeff Bezos. La misión NS-31 fue presentada como un acontecimiento histórico: por primera vez desde 1963, cuando la astronauta soviética Valentina Tereshkova voló sola en el Vostok 6, una tripulación completamente femenina se elevó al borde del espacio.
Liderado por Lauren Sánchez —pareja de Bezos— y acompañada por figuras como la cantante pop Katy Perry, la ingeniera aeroespacial de ascendencia bahameña Aisha Bowe, la productora de cine Kerianne Flynn, la activista de derechos civiles y científica Amanda Nguyen y la periodista Gayle King, el viaje fue ampliamente celebrado por los medios como un avance simbólico en la inclusión de género. Las mujeres se embarcaron en un viaje suborbital a bordo del cohete New Shepard, desde el oeste de Texas, experimentando unos minutos de ingravidez y obteniendo una perspectiva única de la tierra. Marcó el undécimo vuelo espacial humano de la compañía con fines recreativos.
Según explicó Sánchez en una entrevista para la revista ELLE —realizada a todas las astronautas participantes—, la intención del vuelo fue inspirar a las futuras generaciones a estudiar carreras STEM (Ciencia, Tecnología, Ingeniería y Matemáticas por sus siglas en inglés) a través de diversas narradoras, todas con historias e intereses diferentes.
Sin embargo, mientras las cámaras apuntaron al cielo y la cantante pop besó el suelo luego de un vuelo de apenas 11 minutos —cuyo precio, si no se tiene el perfil y el capital social para ser seleccionado por invitación, ronda el millón de dólares por asiento— en la tierra, en Estados Unidos, el presidente Donald Trump, junto al principal contratista de la NASA, Elon Musk, prometió llevar a la humanidad al espacio y plantar la bandera estadounidense en Marte, e incluso más allá.
Pero la respuesta fue el cierre de oficinas claves dentro de la histórica institución aeroespacial. El 10 de abril fue el último día de trabajo de la doctora Katherine Calvin, científica principal y experta en climatología, quien dirigía la Oficina del Científico Jefe, también se clausuraron la Oficina de Tecnología, Política y Estrategia y la división de Diversidad, Equidad, Inclusión y Accesibilidad (DEIA) dentro de la Oficina de Igualdad de Oportunidades. Se despidieron 22 funcionarios más y se advirtió una posible reestructuración con mayores recortes.
En un contexto de crisis climática y desigualdad, el turismo espacial se encuentra en una encrucijada que abre un debate incómodo: ¿estamos priorizando lo espectacular por sobre lo esencial?
Justicia simbólica o real
La narrativa del NS-31 parece cuidadosamente diseñada para proyectar una imagen de progreso. Una tripulación de mujeres, diversas, mediáticas. Una búsqueda inspiradora. Pero cuando se contrasta este gesto simbólico con los recortes a instituciones científicas, el impacto ambiental del turismo espacial y la desigualdad en el acceso a estas experiencias, la inclusión, en este caso, opera más como una estrategia de legitimación que como una transformación real.
Celebrar que más mujeres lleguen al espacio es valioso, pero hacerlo dentro de un sistema profundamente excluyente y elitista reduce esa representación a una imagen decorativa. El feminismo —al igual que la ciencia— no puede limitarse a una presencia simbólica en proyectos impulsados por el capital privado, mientras se desmantelan políticas públicas que afectan directamente a las mujeres más vulnerables y a las comunidades más expuestas a las consecuencias del cambio climático.
Bezos defiende el avance de la tecnología para la exploración recreativa del universo y junto con su prometida, Lauren Sánchez, aprovechó un vacío importante: la ausencia de tripulaciones completamente femeninas en vuelos espaciales. De los viajes cancelados por no tener indumentaria espacial adecuada para mujeres, pasamos a astronautas con trajes diseñados a la medida por firmas reconocidas de moda, asesoría en maquillaje y estilismo. Aunque a primera vista esto podría parecer superficial, se convirtió en una de las banderas tanto de la empresa como de sus pasajeras, relacionando este gesto de humanización con un rasgo feminista relevante.
“Esta dicotomía entre ingenieros y científicos, y luego belleza y moda. Somos multitud. Las mujeres somos multitud. Voy a usar lápiz labial”, aseguró Amanda Nguyen en la entrevista con Elle.
Sin embargo, este discurso también ha recibido críticas. Figuras públicas como la actriz Emily Ratajkowski han calificado la misión como oportunista y han cuestionado su autenticidad como logro feminista. En varios videos en TikTok, Ratajkowski ha señalado cómo esto desvía la atención de los problemas estructurales más urgentes, a esto también se suman diversas columnas de opinión que han cuestionado abiertamente la narrativa presentada a los medios.
Hay que reconocer que la estrategia de Blue Origin no es nueva. En su primer vuelo tripulado en 2021, Bezos invitó a Mary Wallace “Wally” Funk, una aviadora estadounidense que formó parte del programa “Mercury 13”, desestimado por la NASA en 1962 por razones de género. Con 82 años y tras seis décadas de espera, Funk logró finalmente subir al espacio, en lo que fue un gesto simbólico y profundamente emotivo.
Quizás no se trata de restar importancia a la representación, sino de preguntarse qué tipo de inclusión se celebra. Aunque la misión Vostok sí marcó un momento importante, pasaron 62 años para el siguiente vuelo; la participación de mujeres en las instituciones aeroespaciales cuyos fines son científicos ha sido más que una “representación femenina” en un viaje para obtener su “perspectiva”.
Con ellas se han logrado hechos importantes como avances tecnológicos y luchas por derechos y espacios laborales, que hoy continúan con otras referentes, quizás no con tanto alcance como esta noticia, cuya inclusión parece profundamente selectiva más que un cambio estructural del sistema. Tener solo mujeres en la tripulación no cambia el hecho de que el turismo espacial es un lujo inalcanzable, mientras en la tierra, muchas mujeres luchan por sobrevivir en un planeta cada vez más desigual, amenazado por el cambio climático y ahora también por la crisis de uno de los mejores sistemas científicos del mundo.
El lujo con huella: costo climático y económico
El interés del turismo espacial y su competencia, gira en torno a una promesa: “democratizar el espacio”. Sin embargo, esta intención trae consigo un costo energético y una huella de carbono considerable que aún se desconoce en su totalidad.
Aunque el New Shepard es reutilizable y su motor utiliza hidrógeno líquido y oxígeno líquido —cuya combustión produce principalmente vapor de agua, sin emisiones directas de CO₂—, debe considerarse todo el proceso. Esto incluye las emisiones asociadas a la fabricación, logística y preparación del lanzamiento, así como el impacto del vapor de agua liberado en la estratósfera y otros gases de efecto invernadero.
En general, las misiones espaciales liberan compuestos en las capas altas de la atmósfera, afectando negativamente la capa de ozono. Si bien los vuelos como el del New Shepard son suborbitales y tienen una huella ecológica menor al no entrar en órbita, su impacto sigue siendo significativo.
“No deja de ser cuestionable que, en un momento en que urge reducir nuestro impacto ambiental, surja esta nueva forma de ocio. Accesible solo a una minoría y que supone que cada pasajero emite en solo unos minutos el mismo dióxido de carbono que dos o tres personas de media durante un año entero”, señala la revista Ethic.
A medida que las élites siguen alcanzando el espacio, surgen cuestionamientos sobre la responsabilidad de estos proyectos frente a los efectos devastadores del cambio climático. De acuerdo con documentos presupuestarios filtrados en un amplio artículo publicado por la revista científica Nature, en Estados Unidos las políticas gubernamentales recortaron fondos para investigaciones científicas clave, como las de la NASA y la NOAA, que se centran en monitorear y mitigar las amenazas climáticas.
“El presupuesto científico de la NASA para el año fiscal 2026 se reduciría casi a la mitad, a 3.900 millones de dólares. La Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA) de EE. UU., que monitorea el clima terrestre y realiza pronósticos meteorológicos, vería su presupuesto para 2026 reducido en 27 %, a 4.500 millones de dólares”, señalan.
La paradoja que se presenta es clara: ¿cómo justificar un espacio inaccesible para la mayoría, mientras se desmantelan programas que podrían ofrecer soluciones concretas para salvar el planeta? En lugar de concentrar esfuerzos en enfrentar las crisis climáticas a través de la ciencia y la cooperación internacional, la atención se desvía hacia una competencia espacial privada impulsada, por ahora, en intereses económicos.
Las decisiones que hoy se toman —quién accede al espacio, quién paga el precio ambiental y quién queda excluido del futuro— no son neutras. Son políticas. Y en tiempos de urgencia planetaria como la que estamos atravesando, los símbolos no bastan. Lo que necesitamos es una verdadera redistribución de poder, recursos y posibilidades