La palabra “bruja” ha estado muy presente en mi vida desde que recuerdo. Mis películas favoritas de niña eran en las que existía una poderosa hechicera capaz de ser una con las fuerzas de la naturaleza. Mujeres con conocimientos profundos sobre remedios y pociones capaces de curar hasta la herida más dura y con una sabiduría inaudita sobre los hilos que nos mueven más allá de lo que vemos y sentimos en el mundo físico. Sin embargo, las referencias que me ofreció la industria del entretenimiento distan del concepto de bruja que he compuesto durante años de investigación sobre el tema.
Pensar en brujas quizá nos lleve automáticamente a una mujer físicamente condenada a rasgos más bien diabólicos, sola, generalmente vieja y con intenciones siempre malignas.
Pensar en brujas quizá nos lleve automáticamente a un grupo de mujeres que se reúnen en secreto para copular con el diablo, con un alma vengativa y siempre buscando eliminar a “la más agraciada” de todas.
Pensar en brujas quizá nos lleve automáticamente a una mujer montada en una escoba, recitando canciones con la intención de llamar a los niños para encantarlos y comerlos.
Y no nos culpo. La verdad es que todos creemos saber de qué estamos hablando cuando alguien menciona a las “brujas”.
Hoy tengo una propuesta distinta.
Mi invitación es que cada vez que pienses en una bruja automáticamente evoques la imagen de una mujer —generalmente inocente— condenada a la hoguera por un grupo de hombres, sin ningún respaldo legal que la salvaguardase después de sufrir torturas.
Quiero que cuando vuelvas a leer un “somos las nietas de las brujas que no pudieron quemar” pienses que la caza de brujas alcanzó su punto álgido al comienzo de la Edad Moderna, aunque se gestó mucho antes cuando a las mujeres se les asociaba con los demonios y herejes.
Me gustaría que cada vez que nos topemos con una romantización —de lo que verdaderamente fue la primera matanza por razones de género en la historia— pensemos en que eso fue posible gracias a una misoginia cocinada a fuego lento, la cual se enraizó en la sociedad y convirtió a las mujeres en las enemigas.
Aunque no exista un consenso general sobre el número total de víctimas durante la caza de brujas —y parte de esa cifra también incluye a hombres acusados de brujería—quiero que, cada año durante estas fechas, recordemos que existió una manual llamado “El martillo de las brujas” en el que se detallaban los métodos de tortura que acabaron con generaciones enteras de familias. Linajes femeninos enteros destruidos por el fuego de la hoguera.
Mi invitación es a que antes de pensar en estas mujeres asesinadas únicamente como transgresoras y poderosas, demos unos pasos hacia atrás y también volvamos a esa época —no tan lejana como quisiéramos— en las que un simple rumor podía condenarte a ti y a tus hijas a un destino en la horca. O a ser consumida por el fuego.
Las razones religiosas que dieron pie inicialmente a la caza de brujas transmutaron a otra cosa. Y sí, aunque en este siglo ya el concepto de Dios no es el eje central de la sociedad —y sabemos que la última persona que fue ajusticiada por practicar brujería en Europa fue Anna Göldi en 1782—, quiero invitarnos a nunca olvidar que hay mujeres y niñas que todavía son asesinadas luego de ser acusadas como brujas en África y nuestra propia región.
Finalmente, te hago una última invitación en forma de pregunta: si el manifiesto “Somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar” fue escrito por una mujer española y blanca bajo el seudónimo Tres Voltes Rebel, para hablar sobre la experiencia de ser mujer en sociedades patriarcales y el mito de la bruja como “icono feminista”, ¿en dónde queda la experiencia de las mujeres negras que también mataron por brujería o incluso peor, fueron esclavas?
Pero eso es tema para otra día.