Narrar Fronteras Guiria

En Güiria la mar deja cicatrices: historias de las que se fueron y las que se quedaron

En las costas que separan Güiria y Trinidad y Tobago navegan testimonios de mujeres que desaparecieron o murieron en el mar, en medio de la migración forzada y el tráfico de personas. Y de mujeres que quedaron en tierra firme, en el naufragio del dolor y la pérdida. Esta investigación reúne las historias de Unyerlin, Dielimar y Fiannelys, tres venezolanas que partieron desde Güiria, pero jamás llegaron a su destino; y de sus dolientes, que siguen soñando cómo sería la vida con ellas.


Una vez al año Amarilis canta. Cada 14 de septiembre se levanta a las cuatro de la mañana, enciende una vela y, en el medio de la sala de su casa, a viva voz, entona el cumpleaños feliz para su hija Unyerlin. Pero ella ya no la escucha, ya no está. Desapareció en el mar.

En su pequeña vivienda ya no quedan rastros de su hija. La estructura de bloques y techo de zinc, está ubicada en una barriada de calles de tierra en Cumaná -la capital del estado Sucre, al nororiente de Venezuela- Allí ya no hay prendas de vestir, ni retratos de la joven. Pero su recuerdo arropa todo.

Amarilis Velasquez junto a su nieta Xavielys frente a su casa en Cumaná, estado Sucre, Venezuela. 17 de noviembre de 2024.

Unyerlin Velásquez tenía solo 16 años de edad cuando zarpó junto a otras personas en un pequeño bote pesquero de madera llamado Jhonaili José . Era martes, 23 de abril de 2019. Partían desde el puerto de Güiria, un poblado costero de Sucre, con destino a Trinidad y Tobago.

En promedio, una embarcación tarda cuatro horas y 45 minutos en recorrer los  137 kilómetros que separan el último rincón de Sucre, hasta la isla antillana.

Es una distancia que no cuenta la travesía física y emocional que implica para las mujeres, en su mayoría jóvenes o adolescentes, atravesar esta frontera, forzadas por circunstancias como el hambre y la falta de oportunidades. A menudo, atrapadas en redes de tráfico de personas, en su mayoría con fines de explotación sexual, se arriesgan a morir o desaparecer en altamar.

Esa distancia tampoco cuenta lo que viven las que se quedan, llevando el peso de un duelo por perder a los suyos, mientras siguen lidiando con el mismo entorno hostil.

El pueblo está rodeado de aguas intensas, tiene una actividad comercial constante y bulliciosa; también tiene amplias calles cuyas casas, en su mayoría fueron diseñadas bajo la arquitectura antillana, con puertas altas, largos pasillos y grandes ventanas para enfrentar las inclemencias del calor.

En esencia es un lugar colorido, aunque tiene grietas labradas a pulso por la pobreza, el crimen y la pérdida de personas en altamar, ya que ha sido escenario de una serie de tragedias ligadas a la pobreza.

Los viajes clandestinos desde Güiria no son nuevos y, en el fondo, todos tienen un mismo origen: el hambre.

Los naufragios tampoco son ya una novedad, sino una realidad presente que lacera familias y que moldea a la sociedad. El pueblo se convirtió en puerta de salida para la migración irregular, no solo de los nativos sino de personas de todas partes del país.

El naufragio del peñero Jhonaili José en el que iba Unyerlin, fue el primero en aparecer en medios de comunicación. Unas 38 personas iban a bordo, ocho lograron sobrevivir y 29 siguen desaparecidas desde hace seis años. El cadáver de Dielimar, otra adolescente de 16, fue el único que devolvió el mar.

Casa en donde vivía Amarilis junto a su hija Unyerlin Vasquez en Cumaná, estado Sucre, Venezuela.17 de noviembre de 2024.

Unyerlin desapareció en la rebeldía del mar

Desde hace seis años ella se convirtió en una ausencia que duele, justo desde esa noche en la que se fue de casa junto a una amiga y su prima Omarlys, llevando solo lo que tenía puesto. 

El 24 de abril de 2019, una llamada ocasionó un tsunami de lágrimas en su casa. Una voz desconocida le dijo a Amarilis, que mientras intentaba llegar a Trinidad y Tobago en una embarcación precaria y en medio de la noche, el bote zozobró y su hija se ahogó.

Diez días antes, sus familiares la vieron por última vez. Poco antes de las diez de la noche de ese domingo, había llegado a su casa con una amiga.

–Se llama Luisannys y estudia conmigo– dijo.

Sin sospechar lo que se avecinaba, su mamá le pidió que se acostara a dormir.

El plan de ambas era irse a Trinidad y Tobago con Héctor, un hombre que conocieron unas semanas antes en una de las fiestas a las que solía ir Unyerlin. Él también naufragó y desapareció, y con él las respuestas que seis años después aún busca Amarilis.

A Unyerlin Vélasquez la recuerdan alegre y extrovertida en su uniforme de bachillerato. Pero también como una jovencita de carácter explosivo que podía pelear durante horas con su hermana y proteger a su sobrina, para ese entonces de tres años de edad, de los regaños por travesuras.

–Le gustaba comer. Dormía hasta tarde. Su vida era normal, iba al liceo, estaba con sus amigas, le gustaba también salir e ir a fiestas. A veces se me desaparecía dos días y yo iba a buscarla y la encontraba en casa de sus amigas. “Mamá, yo siempre vuelvo”, me decía cuando la regañaba- recuerda su madre.

Pero esta vez no volvió.

Como madre soltera, Amarilis trabajaba para darle lo que podía. En medio de carencias, tenía lo básico para vivir: algo de comida en la mesa, ropa y calzado de acuerdo con las posibilidades y acceso a educación pública.

Algunas amigas, incluyendo a su prima, sabían del plan de irse a Trinidad y Tobago. Días antes, en una fiesta en Bebedero –una barriada que para ese momento tenía fama de peligrosa por los altos índices de criminalidad- conoció a María y a Héctor.

Los testimonios apuntan a que fue María, una joven que no pasaba de los 20 de edad, quien les presentó a Héctor y juntos les ofrecieron a las adolescentes irse a Trinidad y Tobago con la promesa de mejorar su calidad de vida.

Allá podrían acceder a todo lo que no podían tener por las condiciones económicas de sus familias: ropa, calzado, comida en abundancia y dinero en dólares para ella y para los suyos.

Amarilis muestra una fotografía de su hija desaparecida Unyerlin del Valle Vasquez Velasquez, en su casa en Cumaná, estado Sucre, Venezuela. 17 de noviembre de 2024.

El primer paso era irse a Güiria, allí estarían en una vivienda mientras se terminaba de organizar el viaje. Unyerlin, Omarlys y Luisanny pernoctaron nueve días en la casa de Héctor, conocido en el pueblo con el apodo de Tico. Él era de Güiria y poco antes del naufragio había culminado unos cursos para optar por un empleo en Petróleos de Venezuela S.A (Pdvsa).

En esa casa, una vivienda familiar y desgastada, amplia, de varias habitaciones y con un patio grande, situada en una barriada conocida como Calle Boyacá,  estuvieron en una habitación junto con otras muchachas que también se embarcarían hacia la isla antillana.

Había cinco jóvenes en total, tres de ellas menores de edad. Tico se encargaba de darles comida, ropa y también las llevaba a fiestas en el pueblo.

En 2019, Eloaiza Torres, una de las hermanas de Tico, aseguró en una entrevista realizada una semana después del naufragio, que él solo “hizo un favor a María” cuando recibió a las adolescentes en su casa.

Esa tarde en la que decidió hablar, Eloaiza evitaba sostener la mirada, sus ojos se enfocaban en el piso, volteaba el rostro, acariciaba sus rodillas con las manos, como quien habla queriendo evadir la conversación.

–A él lo llamó una amiga que él conoció en una fiesta, una tal María. Le dijo: “Mira, Tico, para allá van unas amigas mías que van para Trinidad. Para ver si les puedes dar el apoyo de quedarse unos días en tu casa, hasta que llegue el bote que las va a llevar”, y él no vio problemas en eso- dijo la hermana en lo que parecía un intento de desligarlo de la presunta red de trata de personas.

Pero los rumores en el vecindario eran fuertes. Muchos apuntaban a que las jóvenes estuvieron en esa casa en contra de su voluntad, aunque la familia Torres, quienes convivieron por última vez con las adolescentes, desmintieron esto una y otra vez.

–No pueden decir que estaban secuestradas. A ellas se les prestaba teléfono para que llamaran, ellas salían a fiestas. Una vez fui con ellas a la playa – contó Eloaiza en esa oportunidad. También aseguró que los familiares de las jovencitas sabían que viajarían a Trinidad. Dijo que eran ellas quienes llamaban a la isla para solicitar información del viaje, y que Héctor había accedido a ir con ellas para “comprar comida” que luego su hermana revendería en el pueblo.

–Él sólo aprovechó que había un bote en el que no pagaría pasaje. Yo le pedí que fuera a comprarme harina de trigo, porque yo la revendía a las panaderías aquí. Pero él no quería ir.

Sin embargo, ese día ella no supo explicar el por qué su familia se encargaba de darles comida y dotarlas de ropa y calzado. Ni tampoco de dónde salió el dinero para cubrir los gastos que ocasionó tener personas adicionales en una vivienda grande, pero en condiciones de pobreza, con las paredes envejecidas y sucias, y muebles deteriorados por el uso y los años.

En esa casa vieron a Unyerlin por última vez el 23 de abril a las ocho de la noche, hora en la que salieron de allí para embarcarse en el Jhonaili José desde Muelle del Medio.

–Antes de que zarpara el bote, estaban llegando las chicas que se irían a Trinidad. En total habían 25 mujeres. Salieron al mar como a las diez de la noche y se rumora que el capitán fue recogiendo personas en todos los puertos hasta llegar a Macuro- contó Eloaiza.

Agregó que el capitán, conocido como Julio Carrión y quien fue uno de los nueve sobrevivientes, pasó por varios muelles. Los primeros fueron El Faro y Las Salinas, allí subieron al bote un lote de cobre, limón, tamarindo y embarcaron a varias personas más.

–De allí fueron a Macuro, montaron a nueve adolescentes más. A las dos de la tarde del otro día me dicen que no llegaron a Trinidad, que se escucha el rumor de que el bote se volteó y no aparecen. Cuando trajeron a las primeras rescatadas, ellas dijeron que unos murieron al instante y que otros sobrevivieron porque se montaron en pimpinas donde transportaban gasolina– narró la hermana de Héctor.

Las sobrevivientes le habrían contado a Eloaiza que su hermano  les ayudó  a amarrarse a pimpinas para sobrevivir.  Le dijeron que después de eso, se tocó el pecho, se hundió y no apareció más. Él era paciente cardiaco.

Otra versión que escuchó  dice que después del naufragio llegaron botes procedentes de Trinidad y recogieron a la mayor cantidad de personas que pudieron.

 –No nos explicamos cómo 28 personas no aparecieron. Ni un cuerpo, ni ropa, ni maletas. No aparecieron ni las pimpinas donde estaban montadas– destacó.

Las autoridades venezolanas tampoco dan explicaciones ni avances sobre las investigaciones oficiales. Las respuestas también naufragaron en un mar de incertidumbre. Lo último que supo Amarilis, la mamá de Unyerlin, es que María, aquella mujer con la que se fue su hija antes del naufragio, fue arrestada por seis meses, luego salió en libertad y emigró.

Mientras tanto, el recuerdo de la joven sigue naufragando en el estrecho de Boca Dragón donde se dividen las aguas de Güiria y Trinidad y Tobago, y donde las aguas son tan turbulentas y saladas como las lágrimas que aún derraman por ella.

Retrato de Amarilis Velásquez, madre de Unyerlin del Valle Vásquez Velásquez en su casa en Cumaná, estado Sucre, Venezuela. 17 de noviembre de 2024.

El limbo de Amarilis

El día que la embarcación zozobró también empezó el naufragio en el alma de Amarilis Velásquez que no la abandona ni un minuto.

Ella tiene 49 años. Es una mujer alta, robusta, de piel clara y de largos cabellos negros, tiene una voz triste y una mirada en la que se nota la soledad de la lágrima fácil. No puede evitar hablar de su hija entre sollozos.

-A veces quiero colgar los guantes, pero pienso en el rostro de mi Unye y me digo ¡No! y me pongo a orar, orar y orar- dice.

No solo el mar es un limbo.

Amarilis está sumergida en un limbo. Desde 2019 busca respuestas. No las tuvo en las horas posteriores al naufragio, cuando las autoridades venezolanas tardaron en iniciar la búsqueda de la embarcación y fueron los pescadores de la localidad, ayudados por una angustiada comunidad que hizo lo posible por dotarles de alimentos y gasolina, quienes encontraron a los sobrevivientes.

Y es que, aunque el informe de la Organización Nacional de Salvamento y Seguridad Marítima (ONSA) especificó que la Guardia Costera inició las labores de búsqueda pocas horas después de que las autoridades locales recibieran notificación del accidente marítimo, las malas condiciones de las embarcaciones oficiales y la escasez de combustible limitaron sus acciones.

De hecho, no fue sino hasta el 27 de abril, cuatro días después del naufragio, que las autoridades dispusieron de un helicóptero y una avioneta para buscar desaparecidos o víctimas en altamar. Esa búsqueda solo duró un día, ya que desde la alcaldía del pueblo informaron que el uso del helicóptero sumaba un costo de ocho mil dólares por día y no había quién pudiera pagar esa suma de dinero.

La noche del  martes, 14 de abril, cuando  Unyerlin se fue de su casa, no llevaba nada más que la ropa que vestía en ese momento. Otras veces había salido de fiesta y tardaba hasta un par de días en llegar o el tiempo que le tomara a Amarilis encontrarla en casa de amigas. Pero esa noche le dijo que se fuera a dormir y a la mañana siguiente no la encontró. Nadie supo decirle dónde estaba. El recuerdo de la última vez que escuchó su voz la llena de angustia.

La que era la habitación de Unyerlin cuando vivía junto a su madre Amarilis en Cumaná, estado Sucre, Venezuela. 17 de noviembre de 2024.

–Me llamó por teléfono. Le dije que necesitaba que regresara y me respondió que no me mortificara, que ella regresaba dentro de tres meses y que estaba tranquila, en una casa de playa– cuenta.

Más adelante, otra llamada cambiaría el curso de su vida. Aquella en la que le informaban del naufragio donde iba su hija. Lo que siguió después ha sido una historia que se repite en círculos. Llorar, sumergirse en una tristeza infinita, pedir ayuda a las instituciones del Estado y no obtener respuesta alguna.

Amarilis forma parte de un grupo de familiares de desaparecidos que se organizaron en 2019, poco después del naufragio, para exigir a las autoridades venezolanas una investigación, una búsqueda, algo que les haga calmar el dolor de la pérdida inconclusa, que les traiga de vuelta el amor que se fue en el mar.

La primera denuncia sobre la desaparición de su hija la hizo pocas horas después de la llamada fatal. Acudió a la Fiscalía del Ministerio Público en Cumaná. Allí dio todos los detalles que sabía. Poco después hizo lo mismo en la Fiscalía de Carúpano, la segunda ciudad más importante de Sucre y la más cercana geográficamente a Güiria. No hubo respuestas.

Durante los seis años que siguieron a la desaparición, el grupo de familiares ha sumado varias protestas frente a la sede del Ministerio Público en la capital del país, y al menos una decena  de viajes hasta Caracas con la esperanza de encontrar respuestas en las instituciones centrales.

Una lista de documentos con denuncias, solicitudes, escritos, cartas, se ha quedado en escritorios de la Fiscalía del Ministerio Público, de la Asamblea Nacional y de la Vicepresidencia del país.

Unos meses después de que ocurriera el naufragio, a finales de 2019, el grupo acudió a Interpol para descubrir que no había siquiera la activación de una alerta amarilla para los desaparecidos o una alerta roja para los responsables. La Fiscalía no había enviado la información a este organismo.

Una lista extensa de diferimientos de audiencias y poca información sobre los detenidos son los avances de la investigación. Es todo lo que hay seis años después de la tragedia.

En retrospectiva, más allá de la presencia en el pueblo del gobernador de ese entonces, Edwin Rojas, y de autoridades militares en la zona del desastre, así como de la diligencia de dos diputados de tendencia opositora en la Asamblea Nacional, quienes acompañaron a los familiares de las víctimas en el proceso de denuncias,  no hubo en 2019 un pronunciamiento institucional por parte del poder central. Y tampoco lo ha habido a lo largo de los años.

–Los viajes a Caracas no son fáciles– comenta Amarilis. Implican una inversión de dinero en pasajes, alojamiento y alimentación. Recursos de los que no dispone.

Para ella es complicado tener un trabajo estable y generar dinero en un estado altamente dependiente de empleos gubernamentales, con poco desarrollo industrial y con más de 98% de pobreza extrema en Venezuela, según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) de 2022, elaborada de forma independiente por la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), ante la falta de datos oficiales sobre condiciones económicas y sociales del país.   

Antes hacía dulces para vender en el barrio. Ahora trabaja vendiendo cartones de lotería para una especie de bingo comunitario que se celebra cada dos sábados en la ciudad y que resulta en una fiesta enorme en la que hay desde ventas de fritangas y cervezas, hasta grupos musicales en vivo. Aunque eso logra distraer su mente por algunas horas, lo que gana solo le sirve para llevar comida a su casa y encargarse de gastos básicos.

–No he podido ir a todos los viajes porque no tengo suficiente dinero-.

En estos años de duelo inconcluso, Amarilis no solo perdió la paz, también enfrentó una ruptura sentimental al perder a  su pareja, quien decidió marcharse de casa al no poder lidiar con sus estados de ánimo.

–No me soportó. Es que me daba rabia todo.

Perdió el sueño y la salud mental, ya que atraviesa por prolongados estados de ansiedad y llanto. Su cuerpo se hiela y necesita caminar de un lado a otro mientras llora. Ha logrado encontrar algo de consuelo en su hija y su nieta de nueve años.

–Si no fuera por ellas, ya estaría muerta, porque a veces eso es lo que quiero.

No suele soñar con su hija, pero las dos veces que lo ha hecho, la ve con el rostro de cuando tenía 16 años y la vio por última vez: ella le aparece vestida de blanco, arrinconada en una esquina, pidiéndole que la ayude.

Aún hay dos cosas que Amarilis no ha perdido: la esperanza de volver a abrazar a Unyerlin y la entereza para seguir pidiendo al Estado venezolano que le dé respuestas.

–No dejaré de insistir. Mi hija está viva. Lo sé.

Y, en el mismo peñero en el que ella desapareció, murió Dielimar.

El especial completo con las historias de Dielimar y Fiannelys está disponible en este enlace.


Los naufragios de pequeñas embarcaciones que trasladaban personas desde Güiria hacia Trinidad y Tobago se volvieron una constante desde 2019, tras el hundimiento del bote Jhonaili José.

Con esto, las denuncias sobre migración forzada impulsada por las condiciones socioeconómicas del país, así como el tráfico de personas con fines de explotación sexual, también se volvieron parte de las historias de los naufragios.

Esta investigación, realizada por la periodista Nayrobis Rodríguez y la fotógrafa Danielly Rodríguez, fue publicada originalmente en Runrun.esEs uno de los productos periodísticos del programa de becas “Narrar Fronteras”, organizado y desarrollado por la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV).