Narrar Fronteras Guiria

En Güiria la mar deja cicatrices: historias de las que se fueron y las que se quedaron

En las costas que separan Güiria y Trinidad y Tobago navegan testimonios de mujeres que desaparecieron o murieron en el mar, en medio de la migración forzada y el tráfico de personas. Y de mujeres que quedaron en tierra firme, en el naufragio del dolor y la pérdida. Esta investigación reúne las historias de Unyerlin, Dielimar y Fiannelys, tres venezolanas que partieron desde Güiria, pero jamás llegaron a su destino; y de sus dolientes, que siguen soñando cómo sería la vida con ellas.


Una vez al año Amarilis canta. Cada 14 de septiembre se levanta a las cuatro de la mañana, enciende una vela y, en el medio de la sala de su casa, a viva voz, entona el cumpleaños feliz para su hija Unyerlin. Pero ella ya no la escucha, ya no está. Desapareció en el mar.

En su pequeña vivienda ya no quedan rastros de su hija. La estructura de bloques y techo de zinc, está ubicada en una barriada de calles de tierra en Cumaná -la capital del estado Sucre, al nororiente de Venezuela- Allí ya no hay prendas de vestir, ni retratos de la joven. Pero su recuerdo arropa todo.

Amarilis Velasquez junto a su nieta Xavielys frente a su casa en Cumaná, estado Sucre, Venezuela. 17 de noviembre de 2024.

Unyerlin Velásquez tenía solo 16 años de edad cuando zarpó junto a otras personas en un pequeño bote pesquero de madera llamado Jhonaili José . Era martes, 23 de abril de 2019. Partían desde el puerto de Güiria, un poblado costero de Sucre, con destino a Trinidad y Tobago.

En promedio, una embarcación tarda cuatro horas y 45 minutos en recorrer los  137 kilómetros que separan el último rincón de Sucre, hasta la isla antillana.

Es una distancia que no cuenta la travesía física y emocional que implica para las mujeres, en su mayoría jóvenes o adolescentes, atravesar esta frontera, forzadas por circunstancias como el hambre y la falta de oportunidades. A menudo, atrapadas en redes de tráfico de personas, en su mayoría con fines de explotación sexual, se arriesgan a morir o desaparecer en altamar.

Esa distancia tampoco cuenta lo que viven las que se quedan, llevando el peso de un duelo por perder a los suyos, mientras siguen lidiando con el mismo entorno hostil.

El pueblo está rodeado de aguas intensas, tiene una actividad comercial constante y bulliciosa; también tiene amplias calles cuyas casas, en su mayoría fueron diseñadas bajo la arquitectura antillana, con puertas altas, largos pasillos y grandes ventanas para enfrentar las inclemencias del calor.

En esencia es un lugar colorido, aunque tiene grietas labradas a pulso por la pobreza, el crimen y la pérdida de personas en altamar, ya que ha sido escenario de una serie de tragedias ligadas a la pobreza.

Los viajes clandestinos desde Güiria no son nuevos y, en el fondo, todos tienen un mismo origen: el hambre.

Los naufragios tampoco son ya una novedad, sino una realidad presente que lacera familias y que moldea a la sociedad. El pueblo se convirtió en puerta de salida para la migración irregular, no solo de los nativos sino de personas de todas partes del país.

El naufragio del peñero Jhonaili José en el que iba Unyerlin, fue el primero en aparecer en medios de comunicación. Unas 38 personas iban a bordo, ocho lograron sobrevivir y 29 siguen desaparecidas desde hace seis años. El cadáver de Dielimar, otra adolescente de 16, fue el único que devolvió el mar.

Casa en donde vivía Amarilis junto a su hija Unyerlin Vasquez en Cumaná, estado Sucre, Venezuela.17 de noviembre de 2024.

Unyerlin desapareció en la rebeldía del mar

Desde hace seis años ella se convirtió en una ausencia que duele, justo desde esa noche en la que se fue de casa junto a una amiga y su prima Omarlys, llevando solo lo que tenía puesto. 

El 24 de abril de 2019, una llamada ocasionó un tsunami de lágrimas en su casa. Una voz desconocida le dijo a Amarilis, que mientras intentaba llegar a Trinidad y Tobago en una embarcación precaria y en medio de la noche, el bote zozobró y su hija se ahogó.

Diez días antes, sus familiares la vieron por última vez. Poco antes de las diez de la noche de ese domingo, había llegado a su casa con una amiga.

–Se llama Luisannys y estudia conmigo– dijo.

Sin sospechar lo que se avecinaba, su mamá le pidió que se acostara a dormir.

El plan de ambas era irse a Trinidad y Tobago con Héctor, un hombre que conocieron unas semanas antes en una de las fiestas a las que solía ir Unyerlin. Él también naufragó y desapareció, y con él las respuestas que seis años después aún busca Amarilis.

A Unyerlin Vélasquez la recuerdan alegre y extrovertida en su uniforme de bachillerato. Pero también como una jovencita de carácter explosivo que podía pelear durante horas con su hermana y proteger a su sobrina, para ese entonces de tres años de edad, de los regaños por travesuras.

–Le gustaba comer. Dormía hasta tarde. Su vida era normal, iba al liceo, estaba con sus amigas, le gustaba también salir e ir a fiestas. A veces se me desaparecía dos días y yo iba a buscarla y la encontraba en casa de sus amigas. “Mamá, yo siempre vuelvo”, me decía cuando la regañaba- recuerda su madre.

Pero esta vez no volvió.

Como madre soltera, Amarilis trabajaba para darle lo que podía. En medio de carencias, tenía lo básico para vivir: algo de comida en la mesa, ropa y calzado de acuerdo con las posibilidades y acceso a educación pública.

Algunas amigas, incluyendo a su prima, sabían del plan de irse a Trinidad y Tobago. Días antes, en una fiesta en Bebedero –una barriada que para ese momento tenía fama de peligrosa por los altos índices de criminalidad- conoció a María y a Héctor.

Los testimonios apuntan a que fue María, una joven que no pasaba de los 20 de edad, quien les presentó a Héctor y juntos les ofrecieron a las adolescentes irse a Trinidad y Tobago con la promesa de mejorar su calidad de vida.

Allá podrían acceder a todo lo que no podían tener por las condiciones económicas de sus familias: ropa, calzado, comida en abundancia y dinero en dólares para ella y para los suyos.

Amarilis muestra una fotografía de su hija desaparecida Unyerlin del Valle Vasquez Velasquez, en su casa en Cumaná, estado Sucre, Venezuela. 17 de noviembre de 2024.

El primer paso era irse a Güiria, allí estarían en una vivienda mientras se terminaba de organizar el viaje. Unyerlin, Omarlys y Luisanny pernoctaron nueve días en la casa de Héctor, conocido en el pueblo con el apodo de Tico. Él era de Güiria y poco antes del naufragio había culminado unos cursos para optar por un empleo en Petróleos de Venezuela S.A (Pdvsa).

En esa casa, una vivienda familiar y desgastada, amplia, de varias habitaciones y con un patio grande, situada en una barriada conocida como Calle Boyacá,  estuvieron en una habitación junto con otras muchachas que también se embarcarían hacia la isla antillana.

Había cinco jóvenes en total, tres de ellas menores de edad. Tico se encargaba de darles comida, ropa y también las llevaba a fiestas en el pueblo.

En 2019, Eloaiza Torres, una de las hermanas de Tico, aseguró en una entrevista realizada una semana después del naufragio, que él solo “hizo un favor a María” cuando recibió a las adolescentes en su casa.

Esa tarde en la que decidió hablar, Eloaiza evitaba sostener la mirada, sus ojos se enfocaban en el piso, volteaba el rostro, acariciaba sus rodillas con las manos, como quien habla queriendo evadir la conversación.

–A él lo llamó una amiga que él conoció en una fiesta, una tal María. Le dijo: “Mira, Tico, para allá van unas amigas mías que van para Trinidad. Para ver si les puedes dar el apoyo de quedarse unos días en tu casa, hasta que llegue el bote que las va a llevar”, y él no vio problemas en eso- dijo la hermana en lo que parecía un intento de desligarlo de la presunta red de trata de personas.

Pero los rumores en el vecindario eran fuertes. Muchos apuntaban a que las jóvenes estuvieron en esa casa en contra de su voluntad, aunque la familia Torres, quienes convivieron por última vez con las adolescentes, desmintieron esto una y otra vez.

–No pueden decir que estaban secuestradas. A ellas se les prestaba teléfono para que llamaran, ellas salían a fiestas. Una vez fui con ellas a la playa – contó Eloaiza en esa oportunidad. También aseguró que los familiares de las jovencitas sabían que viajarían a Trinidad. Dijo que eran ellas quienes llamaban a la isla para solicitar información del viaje, y que Héctor había accedido a ir con ellas para “comprar comida” que luego su hermana revendería en el pueblo.

–Él sólo aprovechó que había un bote en el que no pagaría pasaje. Yo le pedí que fuera a comprarme harina de trigo, porque yo la revendía a las panaderías aquí. Pero él no quería ir.

Sin embargo, ese día ella no supo explicar el por qué su familia se encargaba de darles comida y dotarlas de ropa y calzado. Ni tampoco de dónde salió el dinero para cubrir los gastos que ocasionó tener personas adicionales en una vivienda grande, pero en condiciones de pobreza, con las paredes envejecidas y sucias, y muebles deteriorados por el uso y los años.

En esa casa vieron a Unyerlin por última vez el 23 de abril a las ocho de la noche, hora en la que salieron de allí para embarcarse en el Jhonaili José desde Muelle del Medio.

–Antes de que zarpara el bote, estaban llegando las chicas que se irían a Trinidad. En total habían 25 mujeres. Salieron al mar como a las diez de la noche y se rumora que el capitán fue recogiendo personas en todos los puertos hasta llegar a Macuro- contó Eloaiza.

Agregó que el capitán, conocido como Julio Carrión y quien fue uno de los nueve sobrevivientes, pasó por varios muelles. Los primeros fueron El Faro y Las Salinas, allí subieron al bote un lote de cobre, limón, tamarindo y embarcaron a varias personas más.

–De allí fueron a Macuro, montaron a nueve adolescentes más. A las dos de la tarde del otro día me dicen que no llegaron a Trinidad, que se escucha el rumor de que el bote se volteó y no aparecen. Cuando trajeron a las primeras rescatadas, ellas dijeron que unos murieron al instante y que otros sobrevivieron porque se montaron en pimpinas donde transportaban gasolina– narró la hermana de Héctor.

Las sobrevivientes le habrían contado a Eloaiza que su hermano  les ayudó  a amarrarse a pimpinas para sobrevivir.  Le dijeron que después de eso, se tocó el pecho, se hundió y no apareció más. Él era paciente cardiaco.

Otra versión que escuchó  dice que después del naufragio llegaron botes procedentes de Trinidad y recogieron a la mayor cantidad de personas que pudieron.

 –No nos explicamos cómo 28 personas no aparecieron. Ni un cuerpo, ni ropa, ni maletas. No aparecieron ni las pimpinas donde estaban montadas– destacó.

Las autoridades venezolanas tampoco dan explicaciones ni avances sobre las investigaciones oficiales. Las respuestas también naufragaron en un mar de incertidumbre. Lo último que supo Amarilis, la mamá de Unyerlin, es que María, aquella mujer con la que se fue su hija antes del naufragio, fue arrestada por seis meses, luego salió en libertad y emigró.

Mientras tanto, el recuerdo de la joven sigue naufragando en el estrecho de Boca Dragón donde se dividen las aguas de Güiria y Trinidad y Tobago, y donde las aguas son tan turbulentas y saladas como las lágrimas que aún derraman por ella.

Retrato de Amarilis Velásquez, madre de Unyerlin del Valle Vásquez Velásquez en su casa en Cumaná, estado Sucre, Venezuela. 17 de noviembre de 2024.

El limbo de Amarilis

El día que la embarcación zozobró también empezó el naufragio en el alma de Amarilis Velásquez que no la abandona ni un minuto.

Ella tiene 49 años. Es una mujer alta, robusta, de piel clara y de largos cabellos negros, tiene una voz triste y una mirada en la que se nota la soledad de la lágrima fácil. No puede evitar hablar de su hija entre sollozos.

-A veces quiero colgar los guantes, pero pienso en el rostro de mi Unye y me digo ¡No! y me pongo a orar, orar y orar- dice.

No solo el mar es un limbo.

Amarilis está sumergida en un limbo. Desde 2019 busca respuestas. No las tuvo en las horas posteriores al naufragio, cuando las autoridades venezolanas tardaron en iniciar la búsqueda de la embarcación y fueron los pescadores de la localidad, ayudados por una angustiada comunidad que hizo lo posible por dotarles de alimentos y gasolina, quienes encontraron a los sobrevivientes.

Y es que, aunque el informe de la Organización Nacional de Salvamento y Seguridad Marítima (ONSA) especificó que la Guardia Costera inició las labores de búsqueda pocas horas después de que las autoridades locales recibieran notificación del accidente marítimo, las malas condiciones de las embarcaciones oficiales y la escasez de combustible limitaron sus acciones.

De hecho, no fue sino hasta el 27 de abril, cuatro días después del naufragio, que las autoridades dispusieron de un helicóptero y una avioneta para buscar desaparecidos o víctimas en altamar. Esa búsqueda solo duró un día, ya que desde la alcaldía del pueblo informaron que el uso del helicóptero sumaba un costo de ocho mil dólares por día y no había quién pudiera pagar esa suma de dinero.

La noche del  martes, 14 de abril, cuando  Unyerlin se fue de su casa, no llevaba nada más que la ropa que vestía en ese momento. Otras veces había salido de fiesta y tardaba hasta un par de días en llegar o el tiempo que le tomara a Amarilis encontrarla en casa de amigas. Pero esa noche le dijo que se fuera a dormir y a la mañana siguiente no la encontró. Nadie supo decirle dónde estaba. El recuerdo de la última vez que escuchó su voz la llena de angustia.

La que era la habitación de Unyerlin cuando vivía junto a su madre Amarilis en Cumaná, estado Sucre, Venezuela. 17 de noviembre de 2024.

–Me llamó por teléfono. Le dije que necesitaba que regresara y me respondió que no me mortificara, que ella regresaba dentro de tres meses y que estaba tranquila, en una casa de playa– cuenta.

Más adelante, otra llamada cambiaría el curso de su vida. Aquella en la que le informaban del naufragio donde iba su hija. Lo que siguió después ha sido una historia que se repite en círculos. Llorar, sumergirse en una tristeza infinita, pedir ayuda a las instituciones del Estado y no obtener respuesta alguna.

Amarilis forma parte de un grupo de familiares de desaparecidos que se organizaron en 2019, poco después del naufragio, para exigir a las autoridades venezolanas una investigación, una búsqueda, algo que les haga calmar el dolor de la pérdida inconclusa, que les traiga de vuelta el amor que se fue en el mar.

La primera denuncia sobre la desaparición de su hija la hizo pocas horas después de la llamada fatal. Acudió a la Fiscalía del Ministerio Público en Cumaná. Allí dio todos los detalles que sabía. Poco después hizo lo mismo en la Fiscalía de Carúpano, la segunda ciudad más importante de Sucre y la más cercana geográficamente a Güiria. No hubo respuestas.

Durante los seis años que siguieron a la desaparición, el grupo de familiares ha sumado varias protestas frente a la sede del Ministerio Público en la capital del país, y al menos una decena  de viajes hasta Caracas con la esperanza de encontrar respuestas en las instituciones centrales.

Una lista de documentos con denuncias, solicitudes, escritos, cartas, se ha quedado en escritorios de la Fiscalía del Ministerio Público, de la Asamblea Nacional y de la Vicepresidencia del país.

Unos meses después de que ocurriera el naufragio, a finales de 2019, el grupo acudió a Interpol para descubrir que no había siquiera la activación de una alerta amarilla para los desaparecidos o una alerta roja para los responsables. La Fiscalía no había enviado la información a este organismo.

Una lista extensa de diferimientos de audiencias y poca información sobre los detenidos son los avances de la investigación. Es todo lo que hay seis años después de la tragedia.

En retrospectiva, más allá de la presencia en el pueblo del gobernador de ese entonces, Edwin Rojas, y de autoridades militares en la zona del desastre, así como de la diligencia de dos diputados de tendencia opositora en la Asamblea Nacional, quienes acompañaron a los familiares de las víctimas en el proceso de denuncias,  no hubo en 2019 un pronunciamiento institucional por parte del poder central. Y tampoco lo ha habido a lo largo de los años.

–Los viajes a Caracas no son fáciles– comenta Amarilis. Implican una inversión de dinero en pasajes, alojamiento y alimentación. Recursos de los que no dispone.

Para ella es complicado tener un trabajo estable y generar dinero en un estado altamente dependiente de empleos gubernamentales, con poco desarrollo industrial y con más de 98% de pobreza extrema en Venezuela, según la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi) de 2022, elaborada de forma independiente por la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), ante la falta de datos oficiales sobre condiciones económicas y sociales del país.   

Antes hacía dulces para vender en el barrio. Ahora trabaja vendiendo cartones de lotería para una especie de bingo comunitario que se celebra cada dos sábados en la ciudad y que resulta en una fiesta enorme en la que hay desde ventas de fritangas y cervezas, hasta grupos musicales en vivo. Aunque eso logra distraer su mente por algunas horas, lo que gana solo le sirve para llevar comida a su casa y encargarse de gastos básicos.

–No he podido ir a todos los viajes porque no tengo suficiente dinero-.

En estos años de duelo inconcluso, Amarilis no solo perdió la paz, también enfrentó una ruptura sentimental al perder a  su pareja, quien decidió marcharse de casa al no poder lidiar con sus estados de ánimo.

–No me soportó. Es que me daba rabia todo.

Perdió el sueño y la salud mental, ya que atraviesa por prolongados estados de ansiedad y llanto. Su cuerpo se hiela y necesita caminar de un lado a otro mientras llora. Ha logrado encontrar algo de consuelo en su hija y su nieta de nueve años.

–Si no fuera por ellas, ya estaría muerta, porque a veces eso es lo que quiero.

No suele soñar con su hija, pero las dos veces que lo ha hecho, la ve con el rostro de cuando tenía 16 años y la vio por última vez: ella le aparece vestida de blanco, arrinconada en una esquina, pidiéndole que la ayude.

Aún hay dos cosas que Amarilis no ha perdido: la esperanza de volver a abrazar a Unyerlin y la entereza para seguir pidiendo al Estado venezolano que le dé respuestas.

–No dejaré de insistir. Mi hija está viva. Lo sé.

Y, en el mismo peñero en el que ella desapareció, murió Dielimar.

El especial completo con las historias de Dielimar y Fiannelys está disponible en este enlace.


Los naufragios de pequeñas embarcaciones que trasladaban personas desde Güiria hacia Trinidad y Tobago se volvieron una constante desde 2019, tras el hundimiento del bote Jhonaili José.

Con esto, las denuncias sobre migración forzada impulsada por las condiciones socioeconómicas del país, así como el tráfico de personas con fines de explotación sexual, también se volvieron parte de las historias de los naufragios.

Esta investigación, realizada por la periodista Nayrobis Rodríguez y la fotógrafa Danielly Rodríguez, fue publicada originalmente en Runrun.esEs uno de los productos periodísticos del programa de becas “Narrar Fronteras”, organizado y desarrollado por la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV). 

Narrar Fronteras Violencia O Wayuu

Mujeres wayuu enfrentan violencia obstétrica y exclusión en la frontera colombo-venezolana

El relato de Fabiana y otras mujeres wayuu revela las dificultades del parto en la frontera entre Colombia y Venezuela, donde enfrentan barreras económicas, legales y culturales para acceder a una atención digna. En su movilidad binacional, deben sortear bloqueos, trochas peligrosas y violencia obstétrica, mientras son tratadas como migrantes irregulares, negándoseles su identidad ancestral.


Cuando Fabiana Pushaina volvió en sí después de desmayarse al parir, sintió que algo estaba mal. El llanto que llenaba la sala no era el de su bebé. Al girar la cabeza, vio a la doctora arrodillada en el suelo, rezando con desesperación a algún dios para que el pequeño diera señales de vida. Su bebé, con el rostro morado, apenas respiraba, luchando por quedarse en este mundo. “¡Despierta y respira, para que el bebé pueda respirar!”, le clamó una voz que retumbó en la sala. En ese instante, el grito de Jesús —como le llamaron al recién nacido convencidas de que su vida era una prueba de fe— se convirtió en un milagro. 

A la una de la madrugada del 26 abril de 2020, Fabiana tuvo las primeras contracciones de su segundo parto. Como todas las mujeres wayuu, sabía que debía respirar y aguantar, aguantar hasta estar al borde de dar a luz para correr hacia el hospital. De lo contrario, podría enfrentarse a las trabas burocráticas que vivió con Julio Sebastián, su primer hijo, por ser una mujer migrante, según la considera el Estado colombiano. 

Fabiana ingresó al Hospital San Agustín en el municipio Fonseca, en el departamento de La Guajira, a las cinco de la mañana de aquel abril. Tenía nueve centímetros de dilatación. No había tiempo de esperar una ambulancia para trasladarla a otro centro de salud, era una emergencia. Pujó con miedo, pues apenas había transcurrido un año y medio de la cesárea de su primogénito. Pujó hasta que salió su bebé, luego se desmayó. 

Llegó a Colombia desde Venezuela en 2016 para trabajar como empleada doméstica. Fabiana y su familia, al igual que los 650 mil wayuu que habitan entre los dos países (380 mil en Colombia y 270 mil en Venezuela), se han movilizado y comunicado entre clanes de ambos lados de la frontera colombo-venezolana. No en vano, los indígenas wayuu se consideran un pueblo binacional, cuyo territorio ancestral trasciende los límites geopolíticos de los dos Estados, determinados de manera definitiva en 1941. Sin embargo, la situación era distinta cuando Fabiana cruzó a suelo colombiano, estaba migrando forzosamente dada la crisis multidimensional (social, económica y política) venezolana. 

En la desértica península de La Guajira se encuentra la frontera norte entre Colombia y Venezuela. La línea limítrofe se extiende en medio de grandes dunas de arena y vastas playas, donde cinco siglos atrás la etnia Wayuu estableció su pueblo. Diseño: Camila Sastre.

El nacimiento de Jesús en 2020 no fue el único parto hospitalario lleno de complicaciones en este punto fronterizo. En 2018, durante la víspera del alumbramiento de Julio Sebastián, Fabiana comenzó a expulsar líquido de su vientre. Por la falta de experiencia, no sabía qué hacer. Junto a su esposo esperaron para ver cómo avanzaba. Al día siguiente, el fluido se transformó en sangre, pero recordó la regla: debía soportar los dolores hasta que se intensificaran antes de ir al hospital. Cuando llegó al centro médico, estuvo tres horas en la sala de espera porque no tenía documentos para que la pudieran atender. Verificaron su registro de nacimiento, y solicitaron autorización para los procedimientos al gobernador indígena del resguardo wayuu Mayabangloma, donde reside. 

“Me regañaron porque no estuve en controles médicos. Me dijeron que era culpa mía que mi bebé estuviera en problemas. Les expliqué que no tenía plata para pagar 50 mil o 60 mil pesos colombianos (11 y 13 dólares americanos) por día para que me atendieran”, recuerda. Después de los cuestionamientos, los médicos trasladaron a Fabiana al quirófano para practicarle una cesárea. Tras su nacimiento, Julio Sebastián fue llevado a la Unidad de Cuidados Intensivos. Fabiana volvió a ver a su bebé hasta una semana más tarde, cuando al pequeño le dieron de alta. No podía amamantarlo porque al nacer la criatura no fue pegada a su pecho y, en consecuencia, la leche materna se había estancado en sus mamas. La angustia se apoderó de ella y con esta, apareció la depresión posparto. 

“No quería hablar con nadie. No había quién me ayudara, y yo tenía la herida de esa cesárea. Pensaba que el culpable era el bebé, pero no era su culpa”, lamenta. 

El parto del pequeño Fabián José (centro), de seis meses de edad, ocurrió libre de las violencias que atravesaron las llegadas de sus hermanos Jesús (izq) y Julio Sebastián (der), pero Fabiana (centro) parió a su tercer hijo aun indocumentada. Fotografía: Betsabé Molero.

A pesar de los cierres suscitados en reiteradas ocasiones en el eje fronterizo colombo-venezolano, como el implementado tras la fractura del vínculo diplomático entre Colombia y Venezuela, las mujeres wayuu caminan su amplia nación ancestral de grandes dunas de arena, vastas playas y bosques secos tropicales. Dos razones motivan su movilidad en dirección a Colombia: trabajo y acceso a servicios. Hacen el viaje en motocicletas, autobuses, camiones o a pie, bajo el extenuante sol y los vientos más fuertes de la península. 

El anterior es el método elegido por las indígenas de Venezuela para tener controles prenatales e ingresar a las salas de partos en Maicao, u otros municipios colombianos. Al producirse bloqueos en los pasos autorizados en las zonas limítrofes, se ven obligadas a atravesar cualquiera de las más de 200 trochas (caminos ilegales flanqueados por grupos criminales), detectadas entre el estado venezolano de Zulia y La Guajira. 

La sociedad wayuu está distribuida en los municipios que rodean la frontera colombo-venezolana, organizada en clanes que administran las mujeres wayuu. Diseño: Camila Sastre.

Si bien pertenecen a un pueblo binacional, las wayuu han enfrentado distintos obstáculos para recibir atención en salud en este corredor fronterizo, en especial para tener partos respetados y asesorías de planificación familiar. Cuando las mujeres wayuu en Colombia ven llegar al hospital a una tawala (hermana wayuu en wayuunaiki) embarazada de Venezuela, no dudan en aconsejarle que debe esperar hasta que el bebé esté por nacer para evitar que retrasen su atención o le practiquen una cesárea. 

El principal miedo alrededor de las cesáreas radica en que las heridas que quedan en los cuerpos de las indígenas wayuu al ser sometidas a partos quirúrgicos corren el riesgo de infectarse en medio de los trabajos de cuidado que realizan, o las mujeres intervenidas no saben tratar los cortes porque las cesáreas son ajenas a su medicina tradicional. Si la vida de las mujeres wayuu peligra, también peligra el destino de su pueblo: sobre ellas descansa la misión ancestral de asülüjaa (dar), es decir, de prolongar y transmitir la cultura. Por lo tanto, su bienestar es una promesa de supervivencia para su comunidad. 

Siguiendo las simbologías de su pueblo, Annie Montero representa mediante líneas y espirales en su vientre la vida, la descendencia y la interconexión entre el pasado, el presente y el futuro. Fotografía: Betsabé Molero.

—Jumüi tü wayuku tü ishaakaa jümaa tü e´iruku aa´inwaatasuupula jien tü astouutakaa jümawaii taii jiatü wayujierka ipoorka nojorüle saisha´ajaa jerrulüi jule tü seeseeta jununuwa mojusuu e´iruku tü jierka. (Para los wayuu, la carne y la sangre es muy importante porque es nuestro cuerpo donde está la vida, y dar vida lo hace la mujer. No es natural que deban quedar marcas y hacer daño a la carne)explica sobre las cesáreas Mirian Jaraliyuu Uriana, partera wayuu.  

Mirian es una de las pocas parteras wayuu en el resguardo Mayabangloma, ubicado cerca de Caicemapa, en el sur de La Guajira. La médica tradicional de 74 años atiende en su modesta casa de barro y heno, donde el techo de palma apenas ofrece consuelo ante el implacable calor de inicios de diciembre. Hasta su hogar viajan mujeres desde la Alta Guajira, inquietas por el índice creciente de cesáreas en indígenas wayuu que presentan complicaciones durante el parto o tienen la oportunidad de recibir medicina occidental. 

La misma angustia sintió Luz Eliannys Fernández, quien estaba convencida hasta su última evaluación prenatal que tendría a su bebé por parto natural, porque el niño estaba en buena posición dentro del útero y el embarazo había evolucionado según lo esperado. El 15 de noviembre de 2024, cuando comenzaron las contracciones, la wayuu de 18 años cruzó la frontera desde la localidad Laguna del Pájaro en Paraguaipoa, en Venezuela, hasta Maicao, en Colombia. Un trayecto de 50 minutos aproximadamente. En el Hospital público San José de Maicao, le aseguraron que le harían una cesárea. 

Las mujeres indígenas en Venezuela arriban a Paraguachón, al final de la Troncal del Caribe, para llegar tras un larga travesía hasta Maicao, allí inician en avanzado estado de gestación, incluso a punto de parir, el viacrucis a través de La Guajira colombiana. Diseño: Camila Sastre.

“Nos dijeron que mi bebé se quedó sin líquido (amniótico) y que debía ser cesárea. Mi mamá les preguntó por qué, si en el otro hospital (en Venezuela) afirmaron que tendría parto normal, y entregó los papeles de los controles. Ellos los revisaron y le dijeron que, si me hacían parir, me podía morir. Entonces no comentamos nada más”, cuenta. “Me metieron a un cuarto y no vi a la niña cuando nació. Me la enseñaron dos días después”. 

El equipo médico le explicó que no podía sacar a la bebé del centro de salud porque había nacido baja de peso y, posteriormente, una infección en la sangre le provocó fiebre. Por un mes, Luz Eliannys tuvo que caminar dos kilómetros desde su hospedaje en Maicao hasta el hospital para ver y amamantar a su hija, pese a la herida sin cicatrizar y el reposo posparto interrumpido. “Para mí la cesárea ha sido mucho gasto y va ser difícil para los oficios en la casa. Es mejor parir”, reflexiona.

Binacionales, pero sin nación ni salud

La identidad, la migración y el desamparo institucional del pueblo binacional Wayuu se entrelazan en las experiencias de Fabiana y Luz Eliannys para convertir el nacimiento de sus hijos en un calvario. Los wayuu permanecen estancados en un limbo legal, pues el documento de identidad venezolano (cédula) desconoce su pertenencia étnica, y Colombia los etiqueta de migrantes. La intermitencia de las relaciones diplomáticas entre los países vecinos, la crisis en Venezuela, y la transformación de Colombia en el principal país receptor de migrantes venezolanos ha agudizado la violencia en contra de esta comunidad indígena.

El Estado colombiano ha implementado una serie de mecanismos de protección migratoria exclusivos para venezolanos, como el Estatuto Temporal de Protección para Migrantes (ETPV), creado en 2021, mediante el cual obtienen el Permiso de Protección Temporal (PPT). Con este documento de identificación, los ciudadanos de Venezuela legalizan su estatus migratorio, acceden a programas sociales y derechos, ingresan y salen de Colombia, y tienen un lapso de 10 años para adquirir una visa de residencia.

José David González, coordinador general del Comité de Derechos Humanos de La Guajira, asegura que, si bien estas medidas contribuyen al amparo de la población migrante y refugiada, al enfrentarse con las dinámicas cotidianas de quienes desenvuelven sus vidas entre fronteras, pierden alcance en términos de protección porque acogen a unos grupos, pero excluyen a otros, generalmente más vulnerables.

No existe una versión del manual del ETPV en idioma wayuunaiki, y este estatuto no posee un apartado que contemple las características específicas de los pueblos originarios establecidos en los ejes fronterizos; asimismo, el instrumento legal ignora las barreras idiomáticas, educativas y socioeconómicas que los indígenas pueden encontrar en sus intentos por tramitar el PPT. Por lo tanto, parte importante de la comunidad indígena wayuu “migrante” en Colombia está destinada a la irregularidad migratoria.

“El pueblo Wayuu en realidad necesita que los gobiernos de Venezuela y Colombia tengan voluntad política para diseñar e implementar una serie de acuerdos de carácter binacional, capaces de aliviar la crisis que viven los hermanos indígenas en la zona fronteriza, y garantizar el acceso a derechos fundamentales, siendo la vida, la salud y la legalidad los más álgidos”, sentencia González.

La falta de inclusión de los pueblos originarios en los proyectos de normalización migratoria ha derivado en su incapacidad de afiliarse a las Entidades Promotoras de Salud (EPS) en Colombia. Aunque con el PPT las personas wayuu podrían acogerse a programas sociales, desconocen cómo funcionan; además, en caso de pretender vincularse a un plan, se encuentran con inconvenientes mayúsculos.

“Mujeres y hombres del pueblo wayuu acudieron al Comité después que las EPS los abordaron en Colombia para ofrecerles sus servicios; cuando les solicitaron un documento de identificación para inscribirse, tenían cédula colombiana y venezolana, pero en Colombia fueron registrados con un nombre, y en Venezuela con otro distinto”, explica Sailyn Fernández, comunicadora indígena y miembro del Comité de Derechos Humanos de La Guajira.

El fenómeno del doble registro civil es una de las consecuencias del vacío legal en el que flota la comunidad wayuu. Como Colombia es el destino final de los embarazos de las mujeres indígenas, las niñas y niños son presentados primero ante la registraduría colombiana y, al regresar a Venezuela, sus nacimientos son asentados por segunda ocasión, esta vez en registros civiles venezolanos. 

Los pueblos binacionales poseen un doble vínculo jurídico y político con más de un país. En otras palabras, estas poblaciones deberían gozar de los derechos fundamentales de cada Estado y del reconocimiento de la ciudadanía. Debido al doble registro, las personas pueden ser consideradas apátridas, perder oportunidades laborales, y encontrar obstáculos en el acceso a salud y educación. El fin del problema parece lejano, dado que los efectos del doble registro sobre el sentido de pertenencia y la ciudadanía del pueblo Wayuu se transmiten por generaciones.

González afirma que “los wayuu no somos colombianos, ni somos venezolanos, ni somos migrantes. Somos una gran nación Wayuu. Nuestras vidas, nuestras familias pertenecen históricamente a toda esa franja fronteriza”.

Las viviendas de la comunidad wayuu se distribuyen en rancherías, conjuntos de casas rectangulares que comparten un mismo espacio, construidas con una mezcla de barro, heno o caña seca, como la casa de Mirian. Fotografía: Betsabé Molero.

Embarazos y partos en desesperanza

Los sistemas de salud de Colombia y Venezuela, en particular en la región guajira, lidian con la falta de infraestructura y la escasez de personal capacitado. Las mujeres embarazadas del municipio venezolano de Paraguaipoa, una de las rutas centrales que conducen a la frontera internacional, deben gestionar el embarazo en un contexto singular: un especialista en gineco-obstetricia viaja al Hospital II Binacional Dr. José Leonardo Fernández una vez por mes, y lleva a cabo revisiones superficiales, pues en la entidad hospitalaria no practican ecografías. En muchos casos, las madres vuelven a sus hogares sin certezas sobre su propio bienestar, sin escuchar los latidos de sus bebés. De hecho, “cerca del 50 % de las mujeres en los poblados fronterizos no pueden acceder a servicios de salud sexual y reproductiva”, expone la Red de Mujeres Constructoras de Paz.

En un hospital público en Venezuela el precio de una cesárea ronda los 228 dólares, aproximadamente 65 sueldos mínimos, alerta la red venezolana Médicos por la Salud en la Encuesta Nacional de Hospitales de 2024. Debido al desabastecimiento del sistema sanitario público del país, en las salas de maternidad las mujeres reciben una lista de más de 30 insumos para comprar.

En Colombia, la Superintendencia de Salud ha encontrado irregularidades en dos centros médicos, que atienden a una amplia población wayuu. El Hospital San José de Maicao está bajo la intervención forzosa de la autoridad sanitaria a fin de corregir la administración financiera y la prestación del servicio. En el Hospital San Agustín de Fonseca, el Estado descubrió 56 inconsistencias, que evidencian la inestabilidad generalizada de la entidad, donde “no está garantizada la seguridad de las usuarias/os”.  

En medio de la precarizada atención en salud, las mujeres wayuu en Colombia se enfrentan a una forma de vulneración que atraviesa sus cuerpos, pero aún no tiene traducción en su lengua: la violencia obstétrica. En la Sentencia T-576 de 2023, la Corte Constitucional colombiana señala que implica “todos los maltratos y abusos que padecen las mujeres durante la prestación de servicios de salud relacionados con el embarazo, parto y posparto”. 

La negligencia médica, la represión de emociones y las amenazas o intimidaciones son las principales causas de esta expresión de la violencia basada en género contra las mujeres, reveló un estudio del Movimiento Nacional por la Salud Sexual y Reproductiva en Colombia (Mnssr). Entre 2022 y 2023, el 39,8 % de los partos fueron por cesárea. De ese porcentaje, el 33,1 % de las madres no recibió información ni dio consentimiento para que el procedimiento fuera practicado, agrega el informe.

Damaris Fernández, de 24 años de edad, quien salió de Venezuela en 2021 y reside en Fonseca, relata que fue a su último control al Hospital San Agustín, donde le aseguraron que su bebé tenía un latido anormal y que debían enviarla a otro centro de atención. Al llegar a la entidad hospitalaria de San Juan del Cesar, tras la revisión médica, le dijeron que estaba bien, pero no le permitieron regresar a su casa. Según el personal de salud, solo faltaban nueve días para el parto.

“Me colocaron una pastilla y ni siquiera me explicaron para qué era”, aclara. Más tarde, Damaris comprendería que el medicamento que le suministraron indujo y aceleró sus contracciones. En la sala de espera, su esposo recibió la noticia de que el parto fue natural porque el bebé estaba en la posición correcta. En realidad, a Damaris le efectuaron una cesárea. Entre el dolor y la confusión, recibió maltratos verbales: “Me dijeron que a las venezolanas les gusta parir mucho”. 

Damaris tuvo su primera revisión prenatal hasta el quinto mes de gestación, durante las consultas médicas y el nacimiento de Jaiker Darían nunca le brindaron información en wayuunaiki. Fotografía: Betsabé Molero.

Ni Fabiana, ni Luz Eliannys, ni Damaris sabían cómo identificar las conductas denigrantes propias de la violencia obstétrica. La medicalización sin consentimiento informado previo, junto a los señalamientos recibidos por Damaris y Luz Eliannys son violencia obstétrica; la culpabilización y el abandono experimentados por Fabiana en aquella sala de emergencias cuando se encontraba en labor de parto son también expresiones de la violencia obstétrica. Sus miedos, identidad, costumbres y creencias tampoco fueron tomados en cuenta. 

La deshumanización de los alumbramientos guarda una relación directa con el desarrollo de la depresión posparto, señala un estudio del Instituto Tecnológico de Antioquía. De hecho, uno de los síntomas principales de este trastorno es la dificultad para vincularse con el bebé. La ausencia de comunicación efectiva del personal médico con Fabiana, al proporcionarle escasa información sobre el estado de salud de su pequeño, anuló la posibilidad de la mujer wayuu de tener el primer contacto piel a piel con el bebé, un momento decisivo para el inicio de la lactancia.   

—Mojulawa si jo’ uuchonkai mapa mochoojoo’u nos napaii si jichirraka jaukai. Mapa ainkaa ayuije aapuuwa cáncer junai jichirraka jaukai aneichi mulojouchii aütüma jüchirra niakai jüpala karchiwai. (Eso es malo, porque después el bebé la desconoce y no quiere recibir la teta. Entonces puede causar enfermedad en los senos de la mamá y el bebé no se cría. Debe ser criado con la leche de su mamá para que crezca con fuerza y rápido) —afirma Mirian.

La relevancia de las palabras de la partera wayuu se refleja en la sentencia T-302 de 2017, mediante la cual la Corte Constitucional de Colombia ordenó medidas para proteger la infancia wayuu, y prevenir las muertes de niños y niñas por malnutrición. Tan solo entre enero y noviembre de 2024, 31 infantes murieron en La Guajira. El máximo tribunal reconoce que la desnutrición materna y la falta de acceso a servicios de salud adecuados afectan directamente el bienestar de las madres y, por ende, el de sus hijos. 

La consejera venezolana en lactancia, Leimar Carrero, advierte que la lactancia materna es un asunto colectivo, que involucra el acompañamiento informado y empático del personal de salud. 

Mujeres binacionales, pedagogía y partería

Para la activista del Movimiento Feminista Niñas y Mujeres Wayuu, Adriana Pushaina, cualquier cambio en la prestación del cuidado sanitario para madres será insuficiente si la discriminación histórica de las indígenas continua, por su género e identidad, y en el caso de las mujeres wayuu de Venezuela por ser consideradas migrantes. El reconocimiento de la binacionalidad y el acceso efectivo a servicios de salud con enfoque intercultural son requisitos claves para garantizar que mujeres, niñas y adolescentes del pueblo Wayuu ejerzan sus derechos plenamente. La articulación de ambos factores es condición sustancial en la prevención de la violencia obstétrica. 

Los partos humanizados, dignos y respetados son un derecho de todas las mujeres, y dependen del acceso a educación en materia de derechos sexuales y reproductivos, pero “el orden patriarcal, las leyes jurídicas propias y el abandono institucional en el que deben sobrevivir las mujeres wayuu, anula sus posibilidades de tener autonomía sobre sus propios cuerpos”, argumenta Adriana. Debido a la carga cultural, y el descuido gubernamental, el uso de anticonceptivos y la interrupción voluntaria del embarazo en Colombia son derechos prohibidos para una parte significativa de las mujeres de esta comunidad indígena: “obligándolas a hacerlo en clandestinidad”. 

Los esfuerzos dedicados a la construcción de un futuro justo para el pueblo Wayuu en la frontera entre Colombia y Venezuela exigen también que los procedimientos legales, administrativos y sanitarios, que lo permitan, valoren su idioma mediante la integración de intérpretes en las oficinas de gestión correspondientes, y la disposición de información en lengua wayuunaiki. Del mismo modo, las políticas públicas que acompañen tal propósito, deben considerar su nivel educativo, en muchas ocasiones limitado por el contexto de exclusión y marginación. Así los Estados atenderán sus necesidades y respetarán su autonomía y tradición.

La organización social wayuu es matrilineal, la herencia y el poder se transmiten a través de las mujeres: Annie, con cuatro meses de embarazo, transferirá a su hija la cultura del pueblo Wayuu, tal como lo han hecho sus tawalayuu y antepasadas. Fotografía: Betsabé Molero.

Annie Montero, de 25 años, procedente de Maracaibo, capital del estado Zulia, es un ejemplo del impacto diferenciado que el acceso a procesos de regularización migratoria puede tener en la población. Después de la vinculación laboral de su mamá con una entidad de salud en La Guajira, Annie obtuvo información para recibir el servicio. “Al principio no entendía el proceso, pero mi mamá me ayudó a conseguir el PPT, el Sisbén y la EPS. Cuando estaba embarazada (de su primer hijo) en Valledupar, me buscaban en casa, me llevaban al hospital y me regresaban”, detalla.

De acuerdo con Mirian, la partera es una figura trascendental en los alumbramientos hospitalarios, su acompañamiento representa una lección de sabiduría ancestral sobre los embarazos y nacimientos. “Una mujer embarazada también puede cuidarse a ella misma. Cuando está con la barriga, debe sobarse, pero siempre es bueno tener ayuda porque puede pasar que se muera el bebé”, afirma. No obstante, el desinterés de las nuevas generaciones y la no remuneración de la partería amenazan la permanencia de esta práctica médica tradicional. “Estos conocimientos se van a perder y nadie les dará valor hasta que ya no existan más. Eso me causa rabia porque quisiera ser recordada por esta gran labor”.

La suerte del pueblo Wayuu está íntimamente enlazada con la protección de sus mujeres. Ante las violencias y el olvido, cada parto es un riesgo, y cada nueva vida un milagro de resistencia. Sin políticas destinadas a su resguardo, sus cuerpos resultan territorios de lucha y dolor. Mientras tanto, las mujeres wayuu siguen caminando entre fronteras para no dejar morir la cultura de su pueblo.

Carta desde La Guajira para las tawalayuu (hermanas) del mundo:


Este contenido fue publicado originalmente en Revista Raya. Es uno de los productos periodísticos del programa de becas “Narrar Fronteras”, organizado y desarrollado por la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV).

Podcast Que aparezca mi muchacho Portada 1

Que aparezca mi muchacho: el lado oscuro de la migración transfronteriza

Las personas desaparecidas mencionadas en cada episodio de este podcast son buscadas por el comité venezolano Esperanza de Madre. Escucha sus historias aquí:

Episodio 1: Las trochas

A veces migrar es llegar a ninguna parte: tras la crisis económica de Venezuela, José Gregorio Sánchez y Eliécer Antonio Hernández migraron a Colombia. Meses después, desaparecieron en “trochas” colombo venezolanas. Dicen los testigos que fueron capturados por grupos armados irregulares: José Gregorio en 2018 y Eliécer en 2021. Ambos son víctimas de desapariciones forzadas transfronterizas.

Episodio 2: Una oferta engañosa

Las venezolanas Marilyn Yorley Álvarez y “Mariana” fueron desaparecidas en Cúcuta tras aceptar una oferta de trabajo que acabó siendo un engaño. Dicen que a Marilyn la tiene un grupo armado irregular desde su desaparición en 2018. Por suerte, Mariana logró escapar en 2021 de donde la tenían. Ambas son víctimas del delito de trata de personas en la frontera colombo-venezolana.

Episodio 3: La migración pendular

Los venezolanos Alver Luis Sánchez y Sandra Luvic Barrios vivían en territorio venezolano y trabajaban del territorio colombiano. Ambos desaparecieron en la zona fronteriza de ambos países: Alver en 2020 tras una supuesta captura por parte de un grupo armado irregular. Sandra Luvic en 2018 sin dejar rastro ni testigos. Ambos son víctimas de desapariciones forzadas transfronterizas.

También puedes escuchar los episodios en Spotify:

Nota: Para cualquier información sobre las personas desaparecidas dejamos los siguientes datos, compartidos originalmente por La Gran Aldea:

Teléfono: +58 424 949 9267

Redes (Facebook, X-Twitter y TikTok): Esperanza de Madre (Desaparecidos).


Este contenido fue publicado originalmente en La Gran AldeaEs uno de los productos periodísticos del programa de becas “Narrar Fronteras”, organizado y desarrollado por la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV).

Portadas blog-16

Cubrir la migración requiere una mirada feminista, inclusiva y humanizante

(Agosto, 2024). Si bien la cobertura de la migración puede realizarse con perspectiva de género, no siempre implica contar con una mirada desde los feminismos ni la diversidad de las mujeres y/o las poblaciones LGBTQI+. Esta falta de inclusión puede derivar en narrativas que perpetúan estereotipos y violencias que no solo deshumanizan, sino que invisibilizan las realidades de las personas migrantes.

Como parte del programa “Narrar Fronteras“, impulsado por la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV), se llevó a cabo la segunda sesión que abordó la cobertura periodística de la migración desde una perspectiva de género y diversidad

Cindy Espina, periodista guatemalteca especializada en migración, y Kelly Henao, abogada especialista en políticas públicas para la igualdad en América Latina, fueron las ponentes encargadas. En esta sesión virtual, las expertas compartieron sus aprendizajes y experticias tras cubrir personalmente crisis migratorias en las fronteras centroamericanas, incluyendo el conocido y peligroso “Tapón del Darién”. 

Espina, además de resaltar la importancia de adoptar un enfoque feminista como periodistas, subrayó la importancia de utilizar un lenguaje inclusivo y no sexista. En contraste, invitó a implementar narrativas que no revictimicen a mujeres y personas LGBTIQ+ en tránsito, sino que destaquen su agencia y capacidad de resistencia. Así pueden ayudar a construir una percepción pública más empática y orientada al respeto a los derechos humanos.

Escucha la historia y cómo quiere presentarse su protagonista

“Es importante escuchar cómo las personas se ven a sí mismas y cómo desean ser representadas”, indicó la también investigadora en asuntos políticos y de migración centroamericanos. Destacó que esta escucha activa es fundamental para evitar la reproducción de estereotipos y para ofrecer una representación más auténtica y respetuosa con les entrevistados.

Espina compartió ejemplos de su experiencia trabajando con mujeres trans en Guatemala.  Ilustró al comentar varios testimonios obtenidos en frontera cómo las narrativas que se realizan en torno a estas personas pueden ser profundamente impactantes.

Asimismo, Kelly Henao añadió a la conversación su experiencia en el Tapón del Darién, una de las rutas migratorias más peligrosas en la frontera entre Colombia y Panamá. Habló de la importancia de reconocer la agencia de las personas migrantes, incluso en contextos de extrema vulnerabilidad. 

Según la abogada, las narrativas periodísticas deben ir más allá de la simple descripción de las adversidades que enfrentan y también deben resaltar sus estrategias de resistencia y supervivencia.

Por políticas migratorias humanizantes

Henao, quien realiza una tesis sobre las dinámicas de tránsito en el Tapón del Darién, describió cómo esta frontera se ha transformado en un espacio altamente securitizado, donde las políticas migratorias de contención y control generan crisis humanitarias

La abogada explicó que, en su investigación, encontró que las niñas, mujeres y personas LGBTQ+ enfrentan vulnerabilidades específicas, no solo durante el cruce de la selva, sino también antes y después de este tramo. Compartió varios testimonios de personas migrantes de distintos países que conoció durante su estancia cerca de los albergues fronterizos.

“La instrumentalización de rutas clandestinas y peligrosas, como la selva y el mar, tiene que ver con la imposición de visas a ciertas nacionalidades como (estrategias de) control estatal”, indicó Henao. 

En su opinión, las políticas punitivas implementadas en esta región, como las estaciones de recepción migratoria gestionadas por el Servicio Nacional de Fronteras de Panamá (Senafront), son las que limitan la movilidad de las personas migrantes y contribuyen a su deshumanización. También subrayó la necesidad de que les periodistas expresen sus críticas frente a estas medidas y desmonten la narrativa estatal que criminaliza la migración irregular.

Recomendaciones para la cobertura de la migración

Ambas coincidieron en que es esencial que los periodistas y comunicadores adopten una postura crítica y ética al cubrir temas de migración. Esto implica no solo el uso de un lenguaje inclusivo y respetuoso, sino también la voluntad de cuestionar las narrativas oficiales y de visibilizar las voces y experiencias de las personas migrantes.

Algunas recomendaciones clave que brindaron en sus ponencias incluyen:

  • Evitar términos alarmistas y deshumanizantes: Utilizar términos que respeten la dignidad de las personas migrantes y que no reproduzcan estereotipos negativos.
  • Incorporar la perspectiva de género y diversidad: Asegurarse de que las narrativas reflejen la diversidad de experiencias y opresiones que enfrentan las mujeres y poblaciones LGBTQI+ en tránsito.
  • Escuchar y respetar la voz de las personas migrantes: Priorizar la representación de las personas migrantes tal como ellas mismas desean ser vistas, evitando imponer narrativas externas que puedan revictimizarlas.
  • Cuestionar las políticas de control migratorio: Investigar y exponer cómo las políticas estatales contribuyen a la creación de crisis humanitarias, y no simplemente aceptar la narrativa oficial.
  • Gestionar anticipadamente el acceso a los lugares de investigación: En lo posible, obtener autorización de las personas a entrevistar en contextos securitizados y llevar consigo acreditaciones (carnés o cartas físicas) que nos identifiquen como periodistas. 
  • Realizar una bitácora de campo detallada: Asegurarse de respaldar toda la información obtenida para garantizar la precisión de los datos recolectados y recordar detalles importantes.
  • Establecer alianzas con periodistas locales y organizaciones humanitarias: Para facilitar el acceso a información, recursos, y mejorar la seguridad, nada mejor que contar con personas y ONG que conozcan muy bien la zona a visitar, así como sus dinámicas particulares.

Por un periodismo seguro y de calidad

En resumen, la cobertura periodística de la migración, especialmente en contextos fronterizos como Venezuela, requiere un enfoque sensible, informado y comprometido con los derechos humanos. Al adoptar una mirada feminista y de género, los periodistas pueden contribuir a una comprensión más completa y humana de las realidades migratorias, y a la vez, ayudar a desmantelar las narrativas que perpetúan la violencia y la exclusión.

Tanto Espina como Henao son integrantes de la colectiva “Narrando Fronteras“, un espacio colaborativo que busca investigar y narrar las complejas realidades de las fronteras desde un enfoque feminista y con atención a las diversidades de género.

El periodismo seguro y de calidad en contextos de migración debe ser un esfuerzo colectivo, especialmente para las mujeres periodistas, quienes pueden enfrentar mayores riesgos en el ejercicio de su profesión, expresó Henao.

Puedes ver la sesión completa en nuestro canal de Youtube.

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Eileen Truax: El periodismo responsable debe entender la migración y explicarla sin prejuicios

(Julio, 2024). En la compleja tarea de cubrir las diversas realidades que se dan en las zonas fronterizas, quienes ejercen el periodismo enfrentan desafíos únicos. Es un terreno donde convergen historias de migración, crisis humanitarias y encuentros culturales que exigen un enfoque ético y una profunda empatía. 

Estas reflexiones fueron parte de la ponencia que Eileen Truax, periodista mexicana especializada en temas migratorios, ofreció en la primera sesión de “Narrar Fronteras”, programa de formación y becas organizado por la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV).

Enfatizar las similitudes y minimizar las diferencias

“Lo primero es entender quién es el otro, de dónde viene. Cuando descubrimos esas similitudes, (eso) es lo que nos permite construir juntos (las historias). Es responsabilidad del periodismo comprender lo que está ocurriendo, entender los fenómenos y luego explicarlos”, señaló en el encuentro virtual realizado el jueves 18 de julio. 

Añadió que quienes quieran contar lo que sucede en las áreas limítrofes de los países, requieren de una amplia comprensión de las dinámicas sociopolíticas y económicas particulares de estos entornos. También de alta sensibilidad hacia los derechos humanos y de una voluntad inclinada a combatir prejuicios, así como acabar con los estereotipos que los mismos medios han contribuido a formar en el imaginario de la gente.

“Las narrativas periodísticas deben evitar enfocarse únicamente en la problematización, la criminalización y la victimización de los migrantes. Debemos buscar enfoques más equilibrados y humanos para contar sus historias. Hay un discurso político que viene en este sentido y el medio de comunicación tiende a repetir en lugar de cuestionar o confrontar esta narrativa”, apuntó la también profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, Cataluña.

Mencionó, como ejemplo, la importancia de desmontar la muy usada denominación de los “migrantes ilegales”. “No hay personas ilegales ni migrantes ilegales. Puedes migrar en una situación ilegal, pero el migrante no es ilegal, porque ninguna persona es ilegal”, precisó.

Las palabras importan al hablar de los migrantes

También expresó que la labor de cambiar los términos es parte de la tarea periodística y, por ello, somos nosotres quienes debemos ayudar a que las instituciones cambien los términos de sus discursos sobre temas migratorios. Es crucial para el periodista entender estas distinciones para contextualizar adecuadamente las historias que cubre.

Por esta razón, Truax recomienda emplear términos como “movilidad humana” para englobar las diversas razones por las cuales las personas se desplazan. Y recordar que los migrantes no son un problema, porque son los países de acogida los que tienen un problema de flujo fronterizo. 

Tampoco son una amenaza comparable con desastres naturales, como “oleada”, “avalancha” o “desbordamiento”, como cuando se refieren a movilizaciones masivas en fronteras. La migración es un derecho; las razones para hacerlo son y han sido siempre muy variadas. 

“Se migra para estudiar, porque ha habido un cambio climático, por razones médicas, por reunificación familiar. Y, por supuesto, se migra por amor”. Pero también se puede migrar por razones religiosas, de orientación sexual o por identidad de género, para huir de la violencia o para mejorar la situación económica.

Desafiar estereotipos para generar empatía

En este primer encuentro de “Narrar Fronteras”, moderado por la cofundadora de la RDPV, María Laura Chang, uno de los puntos más destacados por Truax fue la necesidad de desafiar los estereotipos negativos asociados con los migrantes. Por ejemplo, el estigma que busca vincularlos con el crimen organizado, y en su lugar, profundizar en las realidades complejas que enfrentan los migrantes en sus nuevos hogares.

Contar historias de éxito individual, como la destacada participación de migrantes o sus descendientes en eventos deportivos, en la escena cultural o comunitaria, ayuda a desafiar percepciones preconcebidas y fomentar una narrativa más inclusiva

Asimismo es clave resaltar los aspectos más humanos de las personas que migran, para conectar más directamente con la audiencia. Entre ellos, sus roles como madres, padres, hijes, abuelas y abuelos; las profesiones u oficios que dejaron atrás, las formas en que celebran en sus culturas, todo suma para generar empatía, indicó la experta.

Para ayudar a desaparecer la línea que se traza entre “ellos” (los migrantes) y “nosotros” (los nativos del país de acogida), les periodistas debemos insistir en las redacciones de los medios que difundir historias donde la solidaridad, la alegría, el respeto a la ley y el amor, protagonizada por las personas que migran, son “newswhorthy”. Es decir, vale la pena publicarlas para ampliar la dimensión de lo que las audiencias conocen sobre ellas.

Contar el ciclo completo de la migración hace la diferencia

Gabriel García Márquez siempre decía que el secreto de una buena historia es contar el cuento completo, no contar solamente un fragmento de las historias. A eso me refiero cuando digo que hay que contar el ciclo migratorio completo, no solamente el tránsito. Hay que contar por qué viene ese alguien, de dónde, cuáles son las motivaciones y las ilusiones que hacen que esa persona salga de su país”, refirió Truax. 

En este sentido, recordó que además de la salida y el tránsito, para una persona migrante existen tres finales posibles: es detenida y deportada; muere o llega a su destino. “Pero cuando la persona llega y también cuando la persona es deportada la historia no ha terminado”, señaló. 

Identificar las circunstancias en que se desarrolla su estadía en refugios, su proceso de estatus migratorio legal o su adaptación al nuevo lugar de residencia también vale la pena ser mostrado en una historia. “Para mí el mejor periodismo de migraciones es el que se hace a fuego lento”, afirmó y recomendó a los 40 asistentes a la sesión tomarse hasta seis meses o un año para hacer seguimiento a las historias que deban reportar con premura en un inicio.

Truax enfatizó que uno de los aspectos más invisibilizados en estas coberturas es la incidencia de las mujeres en la migración. “Muy rara vez pensamos en una mujer cuando se piensa en una persona migrante, aunque a nivel mundial, las mujeres representan el 48% de las personas que han migrado”, precisó.

Luego de culminar la ponencia de la experta invitada, María Laura Chang continuó con una sesión informativa sobre las postulaciones a las becas que forman parte de “Narrar Fronteras”, para aclarar las dudas de les participantes.

Puedes ver la sesión completa en nuestro canal de Youtube.

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Narrar Fronteras busca revelar dinámicas silenciadas en zonas limítrofes de Venezuela

La Red de Periodistas Venezolanas (RDPV), en colaboración con Free Press Unlimited (FPU), anunció en junio de 2024 la convocatoria para Narrar Fronteras. Es un programa de formación virtual y becas de producción periodística para fomentar la cobertura desde una perspectiva de derechos humanos, género, igualdad y diversidad en las fronteras de Venezuela.

La iniciativa está dirigida a periodistas, fotógrafos(as), videógrafos(as), locutores(as); creadores(as) de contenido; y/o personas de la comunicación que vivan en o reporten sobre fronteras venezolanas. Pueden ser personas de cualquier nacionalidad, identidad de género u origen étnico, sin importar si forman o no parte de la RDPV. Se busca especialmente a “periodistas fronterizos(as)” con experiencia previa e interés en explorar o ampliar sus coberturas en las zonas limítrofes. 

El programa tiene como objetivo reportar sucesos, contar hechos y describir realidades de las fronteras. Asimismo, fomentar el intercambio y la construcción de redes entre periodistas y activistas en todo el país y países vecinos, sin importar en qué límite del territorio venezolano se encuentren.

Narrar Fronteras permitirá que comunidades invisibilizadas puedan exponer sus realidades y captar la atención de quienes tienen posibilidades de apoyarles. Queremos fomentar un periodismo respetuoso, con perspectiva de género y diversidad, en áreas complejas”, aseguró María Laura Chang, impulsora de la RDPV. 

Narrar Fronteras se dividirá en dos fases: una formación virtual de cinco sesiones en línea con especialistas nacionales e internacionales sobre coberturas de migración, perspectiva de género en fronteras, acceso a derechos y seguridad integral para periodistas en frontera. 

Y una segunda fase que consta de becas de producción para proyectos periodísticos colaborativos de largo aliento, en cualquier formato, sobre temas invisibilizados que afectan a las comunidades fronterizas. 

Las becas, exclusivas para participantes del programa de formación, incluyen financiamiento de hasta USD $3,000, mentorías y acompañamiento editorial por tres meses. El equipo impulsor de la RDPV y las mentoras del programa informaron que al finalizar el plazo de postulación, se contaron 45 solicitantes y resultaron escogidos para la formación inicial 40 participantes.

Sobre la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV)

La RDPV se fundó en 2020 con el propósito de generar alianzas y promover acciones colaborativas entre periodistas dentro y fuera de Venezuela. Está conformada por más de 250 mujeres que trabajan en medios de comunicación locales, nacionales e internacionales. También en organizaciones no gubernamentales o como comunicadoras independientes.

A lo largo de cuatro años, la RDPV ha impulsado proyectos que impactan directamente en los medios y la agenda periodística, visibilizando desafíos y soluciones de grupos históricamente marginados.

Si quieres saber más de la Red de Periodistas Venezolanas, te invitamos a visitar nuestras redes sociales, en Instagram @redperiodistas_ve y en X @periodistas_ve