Narrar Fronteras Violencia O Wayuu

Mujeres wayuu enfrentan violencia obstétrica y exclusión en la frontera colombo-venezolana

El relato de Fabiana y otras mujeres wayuu revela las dificultades del parto en la frontera entre Colombia y Venezuela, donde enfrentan barreras económicas, legales y culturales para acceder a una atención digna. En su movilidad binacional, deben sortear bloqueos, trochas peligrosas y violencia obstétrica, mientras son tratadas como migrantes irregulares, negándoseles su identidad ancestral.


Cuando Fabiana Pushaina volvió en sí después de desmayarse al parir, sintió que algo estaba mal. El llanto que llenaba la sala no era el de su bebé. Al girar la cabeza, vio a la doctora arrodillada en el suelo, rezando con desesperación a algún dios para que el pequeño diera señales de vida. Su bebé, con el rostro morado, apenas respiraba, luchando por quedarse en este mundo. “¡Despierta y respira, para que el bebé pueda respirar!”, le clamó una voz que retumbó en la sala. En ese instante, el grito de Jesús —como le llamaron al recién nacido convencidas de que su vida era una prueba de fe— se convirtió en un milagro. 

A la una de la madrugada del 26 abril de 2020, Fabiana tuvo las primeras contracciones de su segundo parto. Como todas las mujeres wayuu, sabía que debía respirar y aguantar, aguantar hasta estar al borde de dar a luz para correr hacia el hospital. De lo contrario, podría enfrentarse a las trabas burocráticas que vivió con Julio Sebastián, su primer hijo, por ser una mujer migrante, según la considera el Estado colombiano. 

Fabiana ingresó al Hospital San Agustín en el municipio Fonseca, en el departamento de La Guajira, a las cinco de la mañana de aquel abril. Tenía nueve centímetros de dilatación. No había tiempo de esperar una ambulancia para trasladarla a otro centro de salud, era una emergencia. Pujó con miedo, pues apenas había transcurrido un año y medio de la cesárea de su primogénito. Pujó hasta que salió su bebé, luego se desmayó. 

Llegó a Colombia desde Venezuela en 2016 para trabajar como empleada doméstica. Fabiana y su familia, al igual que los 650 mil wayuu que habitan entre los dos países (380 mil en Colombia y 270 mil en Venezuela), se han movilizado y comunicado entre clanes de ambos lados de la frontera colombo-venezolana. No en vano, los indígenas wayuu se consideran un pueblo binacional, cuyo territorio ancestral trasciende los límites geopolíticos de los dos Estados, determinados de manera definitiva en 1941. Sin embargo, la situación era distinta cuando Fabiana cruzó a suelo colombiano, estaba migrando forzosamente dada la crisis multidimensional (social, económica y política) venezolana. 

En la desértica península de La Guajira se encuentra la frontera norte entre Colombia y Venezuela. La línea limítrofe se extiende en medio de grandes dunas de arena y vastas playas, donde cinco siglos atrás la etnia Wayuu estableció su pueblo. Diseño: Camila Sastre.

El nacimiento de Jesús en 2020 no fue el único parto hospitalario lleno de complicaciones en este punto fronterizo. En 2018, durante la víspera del alumbramiento de Julio Sebastián, Fabiana comenzó a expulsar líquido de su vientre. Por la falta de experiencia, no sabía qué hacer. Junto a su esposo esperaron para ver cómo avanzaba. Al día siguiente, el fluido se transformó en sangre, pero recordó la regla: debía soportar los dolores hasta que se intensificaran antes de ir al hospital. Cuando llegó al centro médico, estuvo tres horas en la sala de espera porque no tenía documentos para que la pudieran atender. Verificaron su registro de nacimiento, y solicitaron autorización para los procedimientos al gobernador indígena del resguardo wayuu Mayabangloma, donde reside. 

“Me regañaron porque no estuve en controles médicos. Me dijeron que era culpa mía que mi bebé estuviera en problemas. Les expliqué que no tenía plata para pagar 50 mil o 60 mil pesos colombianos (11 y 13 dólares americanos) por día para que me atendieran”, recuerda. Después de los cuestionamientos, los médicos trasladaron a Fabiana al quirófano para practicarle una cesárea. Tras su nacimiento, Julio Sebastián fue llevado a la Unidad de Cuidados Intensivos. Fabiana volvió a ver a su bebé hasta una semana más tarde, cuando al pequeño le dieron de alta. No podía amamantarlo porque al nacer la criatura no fue pegada a su pecho y, en consecuencia, la leche materna se había estancado en sus mamas. La angustia se apoderó de ella y con esta, apareció la depresión posparto. 

“No quería hablar con nadie. No había quién me ayudara, y yo tenía la herida de esa cesárea. Pensaba que el culpable era el bebé, pero no era su culpa”, lamenta. 

El parto del pequeño Fabián José (centro), de seis meses de edad, ocurrió libre de las violencias que atravesaron las llegadas de sus hermanos Jesús (izq) y Julio Sebastián (der), pero Fabiana (centro) parió a su tercer hijo aun indocumentada. Fotografía: Betsabé Molero.

A pesar de los cierres suscitados en reiteradas ocasiones en el eje fronterizo colombo-venezolano, como el implementado tras la fractura del vínculo diplomático entre Colombia y Venezuela, las mujeres wayuu caminan su amplia nación ancestral de grandes dunas de arena, vastas playas y bosques secos tropicales. Dos razones motivan su movilidad en dirección a Colombia: trabajo y acceso a servicios. Hacen el viaje en motocicletas, autobuses, camiones o a pie, bajo el extenuante sol y los vientos más fuertes de la península. 

El anterior es el método elegido por las indígenas de Venezuela para tener controles prenatales e ingresar a las salas de partos en Maicao, u otros municipios colombianos. Al producirse bloqueos en los pasos autorizados en las zonas limítrofes, se ven obligadas a atravesar cualquiera de las más de 200 trochas (caminos ilegales flanqueados por grupos criminales), detectadas entre el estado venezolano de Zulia y La Guajira. 

La sociedad wayuu está distribuida en los municipios que rodean la frontera colombo-venezolana, organizada en clanes que administran las mujeres wayuu. Diseño: Camila Sastre.

Si bien pertenecen a un pueblo binacional, las wayuu han enfrentado distintos obstáculos para recibir atención en salud en este corredor fronterizo, en especial para tener partos respetados y asesorías de planificación familiar. Cuando las mujeres wayuu en Colombia ven llegar al hospital a una tawala (hermana wayuu en wayuunaiki) embarazada de Venezuela, no dudan en aconsejarle que debe esperar hasta que el bebé esté por nacer para evitar que retrasen su atención o le practiquen una cesárea. 

El principal miedo alrededor de las cesáreas radica en que las heridas que quedan en los cuerpos de las indígenas wayuu al ser sometidas a partos quirúrgicos corren el riesgo de infectarse en medio de los trabajos de cuidado que realizan, o las mujeres intervenidas no saben tratar los cortes porque las cesáreas son ajenas a su medicina tradicional. Si la vida de las mujeres wayuu peligra, también peligra el destino de su pueblo: sobre ellas descansa la misión ancestral de asülüjaa (dar), es decir, de prolongar y transmitir la cultura. Por lo tanto, su bienestar es una promesa de supervivencia para su comunidad. 

Siguiendo las simbologías de su pueblo, Annie Montero representa mediante líneas y espirales en su vientre la vida, la descendencia y la interconexión entre el pasado, el presente y el futuro. Fotografía: Betsabé Molero.

—Jumüi tü wayuku tü ishaakaa jümaa tü e´iruku aa´inwaatasuupula jien tü astouutakaa jümawaii taii jiatü wayujierka ipoorka nojorüle saisha´ajaa jerrulüi jule tü seeseeta jununuwa mojusuu e´iruku tü jierka. (Para los wayuu, la carne y la sangre es muy importante porque es nuestro cuerpo donde está la vida, y dar vida lo hace la mujer. No es natural que deban quedar marcas y hacer daño a la carne)explica sobre las cesáreas Mirian Jaraliyuu Uriana, partera wayuu.  

Mirian es una de las pocas parteras wayuu en el resguardo Mayabangloma, ubicado cerca de Caicemapa, en el sur de La Guajira. La médica tradicional de 74 años atiende en su modesta casa de barro y heno, donde el techo de palma apenas ofrece consuelo ante el implacable calor de inicios de diciembre. Hasta su hogar viajan mujeres desde la Alta Guajira, inquietas por el índice creciente de cesáreas en indígenas wayuu que presentan complicaciones durante el parto o tienen la oportunidad de recibir medicina occidental. 

La misma angustia sintió Luz Eliannys Fernández, quien estaba convencida hasta su última evaluación prenatal que tendría a su bebé por parto natural, porque el niño estaba en buena posición dentro del útero y el embarazo había evolucionado según lo esperado. El 15 de noviembre de 2024, cuando comenzaron las contracciones, la wayuu de 18 años cruzó la frontera desde la localidad Laguna del Pájaro en Paraguaipoa, en Venezuela, hasta Maicao, en Colombia. Un trayecto de 50 minutos aproximadamente. En el Hospital público San José de Maicao, le aseguraron que le harían una cesárea. 

Las mujeres indígenas en Venezuela arriban a Paraguachón, al final de la Troncal del Caribe, para llegar tras un larga travesía hasta Maicao, allí inician en avanzado estado de gestación, incluso a punto de parir, el viacrucis a través de La Guajira colombiana. Diseño: Camila Sastre.

“Nos dijeron que mi bebé se quedó sin líquido (amniótico) y que debía ser cesárea. Mi mamá les preguntó por qué, si en el otro hospital (en Venezuela) afirmaron que tendría parto normal, y entregó los papeles de los controles. Ellos los revisaron y le dijeron que, si me hacían parir, me podía morir. Entonces no comentamos nada más”, cuenta. “Me metieron a un cuarto y no vi a la niña cuando nació. Me la enseñaron dos días después”. 

El equipo médico le explicó que no podía sacar a la bebé del centro de salud porque había nacido baja de peso y, posteriormente, una infección en la sangre le provocó fiebre. Por un mes, Luz Eliannys tuvo que caminar dos kilómetros desde su hospedaje en Maicao hasta el hospital para ver y amamantar a su hija, pese a la herida sin cicatrizar y el reposo posparto interrumpido. “Para mí la cesárea ha sido mucho gasto y va ser difícil para los oficios en la casa. Es mejor parir”, reflexiona.

Binacionales, pero sin nación ni salud

La identidad, la migración y el desamparo institucional del pueblo binacional Wayuu se entrelazan en las experiencias de Fabiana y Luz Eliannys para convertir el nacimiento de sus hijos en un calvario. Los wayuu permanecen estancados en un limbo legal, pues el documento de identidad venezolano (cédula) desconoce su pertenencia étnica, y Colombia los etiqueta de migrantes. La intermitencia de las relaciones diplomáticas entre los países vecinos, la crisis en Venezuela, y la transformación de Colombia en el principal país receptor de migrantes venezolanos ha agudizado la violencia en contra de esta comunidad indígena.

El Estado colombiano ha implementado una serie de mecanismos de protección migratoria exclusivos para venezolanos, como el Estatuto Temporal de Protección para Migrantes (ETPV), creado en 2021, mediante el cual obtienen el Permiso de Protección Temporal (PPT). Con este documento de identificación, los ciudadanos de Venezuela legalizan su estatus migratorio, acceden a programas sociales y derechos, ingresan y salen de Colombia, y tienen un lapso de 10 años para adquirir una visa de residencia.

José David González, coordinador general del Comité de Derechos Humanos de La Guajira, asegura que, si bien estas medidas contribuyen al amparo de la población migrante y refugiada, al enfrentarse con las dinámicas cotidianas de quienes desenvuelven sus vidas entre fronteras, pierden alcance en términos de protección porque acogen a unos grupos, pero excluyen a otros, generalmente más vulnerables.

No existe una versión del manual del ETPV en idioma wayuunaiki, y este estatuto no posee un apartado que contemple las características específicas de los pueblos originarios establecidos en los ejes fronterizos; asimismo, el instrumento legal ignora las barreras idiomáticas, educativas y socioeconómicas que los indígenas pueden encontrar en sus intentos por tramitar el PPT. Por lo tanto, parte importante de la comunidad indígena wayuu “migrante” en Colombia está destinada a la irregularidad migratoria.

“El pueblo Wayuu en realidad necesita que los gobiernos de Venezuela y Colombia tengan voluntad política para diseñar e implementar una serie de acuerdos de carácter binacional, capaces de aliviar la crisis que viven los hermanos indígenas en la zona fronteriza, y garantizar el acceso a derechos fundamentales, siendo la vida, la salud y la legalidad los más álgidos”, sentencia González.

La falta de inclusión de los pueblos originarios en los proyectos de normalización migratoria ha derivado en su incapacidad de afiliarse a las Entidades Promotoras de Salud (EPS) en Colombia. Aunque con el PPT las personas wayuu podrían acogerse a programas sociales, desconocen cómo funcionan; además, en caso de pretender vincularse a un plan, se encuentran con inconvenientes mayúsculos.

“Mujeres y hombres del pueblo wayuu acudieron al Comité después que las EPS los abordaron en Colombia para ofrecerles sus servicios; cuando les solicitaron un documento de identificación para inscribirse, tenían cédula colombiana y venezolana, pero en Colombia fueron registrados con un nombre, y en Venezuela con otro distinto”, explica Sailyn Fernández, comunicadora indígena y miembro del Comité de Derechos Humanos de La Guajira.

El fenómeno del doble registro civil es una de las consecuencias del vacío legal en el que flota la comunidad wayuu. Como Colombia es el destino final de los embarazos de las mujeres indígenas, las niñas y niños son presentados primero ante la registraduría colombiana y, al regresar a Venezuela, sus nacimientos son asentados por segunda ocasión, esta vez en registros civiles venezolanos. 

Los pueblos binacionales poseen un doble vínculo jurídico y político con más de un país. En otras palabras, estas poblaciones deberían gozar de los derechos fundamentales de cada Estado y del reconocimiento de la ciudadanía. Debido al doble registro, las personas pueden ser consideradas apátridas, perder oportunidades laborales, y encontrar obstáculos en el acceso a salud y educación. El fin del problema parece lejano, dado que los efectos del doble registro sobre el sentido de pertenencia y la ciudadanía del pueblo Wayuu se transmiten por generaciones.

González afirma que “los wayuu no somos colombianos, ni somos venezolanos, ni somos migrantes. Somos una gran nación Wayuu. Nuestras vidas, nuestras familias pertenecen históricamente a toda esa franja fronteriza”.

Las viviendas de la comunidad wayuu se distribuyen en rancherías, conjuntos de casas rectangulares que comparten un mismo espacio, construidas con una mezcla de barro, heno o caña seca, como la casa de Mirian. Fotografía: Betsabé Molero.

Embarazos y partos en desesperanza

Los sistemas de salud de Colombia y Venezuela, en particular en la región guajira, lidian con la falta de infraestructura y la escasez de personal capacitado. Las mujeres embarazadas del municipio venezolano de Paraguaipoa, una de las rutas centrales que conducen a la frontera internacional, deben gestionar el embarazo en un contexto singular: un especialista en gineco-obstetricia viaja al Hospital II Binacional Dr. José Leonardo Fernández una vez por mes, y lleva a cabo revisiones superficiales, pues en la entidad hospitalaria no practican ecografías. En muchos casos, las madres vuelven a sus hogares sin certezas sobre su propio bienestar, sin escuchar los latidos de sus bebés. De hecho, “cerca del 50 % de las mujeres en los poblados fronterizos no pueden acceder a servicios de salud sexual y reproductiva”, expone la Red de Mujeres Constructoras de Paz.

En un hospital público en Venezuela el precio de una cesárea ronda los 228 dólares, aproximadamente 65 sueldos mínimos, alerta la red venezolana Médicos por la Salud en la Encuesta Nacional de Hospitales de 2024. Debido al desabastecimiento del sistema sanitario público del país, en las salas de maternidad las mujeres reciben una lista de más de 30 insumos para comprar.

En Colombia, la Superintendencia de Salud ha encontrado irregularidades en dos centros médicos, que atienden a una amplia población wayuu. El Hospital San José de Maicao está bajo la intervención forzosa de la autoridad sanitaria a fin de corregir la administración financiera y la prestación del servicio. En el Hospital San Agustín de Fonseca, el Estado descubrió 56 inconsistencias, que evidencian la inestabilidad generalizada de la entidad, donde “no está garantizada la seguridad de las usuarias/os”.  

En medio de la precarizada atención en salud, las mujeres wayuu en Colombia se enfrentan a una forma de vulneración que atraviesa sus cuerpos, pero aún no tiene traducción en su lengua: la violencia obstétrica. En la Sentencia T-576 de 2023, la Corte Constitucional colombiana señala que implica “todos los maltratos y abusos que padecen las mujeres durante la prestación de servicios de salud relacionados con el embarazo, parto y posparto”. 

La negligencia médica, la represión de emociones y las amenazas o intimidaciones son las principales causas de esta expresión de la violencia basada en género contra las mujeres, reveló un estudio del Movimiento Nacional por la Salud Sexual y Reproductiva en Colombia (Mnssr). Entre 2022 y 2023, el 39,8 % de los partos fueron por cesárea. De ese porcentaje, el 33,1 % de las madres no recibió información ni dio consentimiento para que el procedimiento fuera practicado, agrega el informe.

Damaris Fernández, de 24 años de edad, quien salió de Venezuela en 2021 y reside en Fonseca, relata que fue a su último control al Hospital San Agustín, donde le aseguraron que su bebé tenía un latido anormal y que debían enviarla a otro centro de atención. Al llegar a la entidad hospitalaria de San Juan del Cesar, tras la revisión médica, le dijeron que estaba bien, pero no le permitieron regresar a su casa. Según el personal de salud, solo faltaban nueve días para el parto.

“Me colocaron una pastilla y ni siquiera me explicaron para qué era”, aclara. Más tarde, Damaris comprendería que el medicamento que le suministraron indujo y aceleró sus contracciones. En la sala de espera, su esposo recibió la noticia de que el parto fue natural porque el bebé estaba en la posición correcta. En realidad, a Damaris le efectuaron una cesárea. Entre el dolor y la confusión, recibió maltratos verbales: “Me dijeron que a las venezolanas les gusta parir mucho”. 

Damaris tuvo su primera revisión prenatal hasta el quinto mes de gestación, durante las consultas médicas y el nacimiento de Jaiker Darían nunca le brindaron información en wayuunaiki. Fotografía: Betsabé Molero.

Ni Fabiana, ni Luz Eliannys, ni Damaris sabían cómo identificar las conductas denigrantes propias de la violencia obstétrica. La medicalización sin consentimiento informado previo, junto a los señalamientos recibidos por Damaris y Luz Eliannys son violencia obstétrica; la culpabilización y el abandono experimentados por Fabiana en aquella sala de emergencias cuando se encontraba en labor de parto son también expresiones de la violencia obstétrica. Sus miedos, identidad, costumbres y creencias tampoco fueron tomados en cuenta. 

La deshumanización de los alumbramientos guarda una relación directa con el desarrollo de la depresión posparto, señala un estudio del Instituto Tecnológico de Antioquía. De hecho, uno de los síntomas principales de este trastorno es la dificultad para vincularse con el bebé. La ausencia de comunicación efectiva del personal médico con Fabiana, al proporcionarle escasa información sobre el estado de salud de su pequeño, anuló la posibilidad de la mujer wayuu de tener el primer contacto piel a piel con el bebé, un momento decisivo para el inicio de la lactancia.   

—Mojulawa si jo’ uuchonkai mapa mochoojoo’u nos napaii si jichirraka jaukai. Mapa ainkaa ayuije aapuuwa cáncer junai jichirraka jaukai aneichi mulojouchii aütüma jüchirra niakai jüpala karchiwai. (Eso es malo, porque después el bebé la desconoce y no quiere recibir la teta. Entonces puede causar enfermedad en los senos de la mamá y el bebé no se cría. Debe ser criado con la leche de su mamá para que crezca con fuerza y rápido) —afirma Mirian.

La relevancia de las palabras de la partera wayuu se refleja en la sentencia T-302 de 2017, mediante la cual la Corte Constitucional de Colombia ordenó medidas para proteger la infancia wayuu, y prevenir las muertes de niños y niñas por malnutrición. Tan solo entre enero y noviembre de 2024, 31 infantes murieron en La Guajira. El máximo tribunal reconoce que la desnutrición materna y la falta de acceso a servicios de salud adecuados afectan directamente el bienestar de las madres y, por ende, el de sus hijos. 

La consejera venezolana en lactancia, Leimar Carrero, advierte que la lactancia materna es un asunto colectivo, que involucra el acompañamiento informado y empático del personal de salud. 

Mujeres binacionales, pedagogía y partería

Para la activista del Movimiento Feminista Niñas y Mujeres Wayuu, Adriana Pushaina, cualquier cambio en la prestación del cuidado sanitario para madres será insuficiente si la discriminación histórica de las indígenas continua, por su género e identidad, y en el caso de las mujeres wayuu de Venezuela por ser consideradas migrantes. El reconocimiento de la binacionalidad y el acceso efectivo a servicios de salud con enfoque intercultural son requisitos claves para garantizar que mujeres, niñas y adolescentes del pueblo Wayuu ejerzan sus derechos plenamente. La articulación de ambos factores es condición sustancial en la prevención de la violencia obstétrica. 

Los partos humanizados, dignos y respetados son un derecho de todas las mujeres, y dependen del acceso a educación en materia de derechos sexuales y reproductivos, pero “el orden patriarcal, las leyes jurídicas propias y el abandono institucional en el que deben sobrevivir las mujeres wayuu, anula sus posibilidades de tener autonomía sobre sus propios cuerpos”, argumenta Adriana. Debido a la carga cultural, y el descuido gubernamental, el uso de anticonceptivos y la interrupción voluntaria del embarazo en Colombia son derechos prohibidos para una parte significativa de las mujeres de esta comunidad indígena: “obligándolas a hacerlo en clandestinidad”. 

Los esfuerzos dedicados a la construcción de un futuro justo para el pueblo Wayuu en la frontera entre Colombia y Venezuela exigen también que los procedimientos legales, administrativos y sanitarios, que lo permitan, valoren su idioma mediante la integración de intérpretes en las oficinas de gestión correspondientes, y la disposición de información en lengua wayuunaiki. Del mismo modo, las políticas públicas que acompañen tal propósito, deben considerar su nivel educativo, en muchas ocasiones limitado por el contexto de exclusión y marginación. Así los Estados atenderán sus necesidades y respetarán su autonomía y tradición.

La organización social wayuu es matrilineal, la herencia y el poder se transmiten a través de las mujeres: Annie, con cuatro meses de embarazo, transferirá a su hija la cultura del pueblo Wayuu, tal como lo han hecho sus tawalayuu y antepasadas. Fotografía: Betsabé Molero.

Annie Montero, de 25 años, procedente de Maracaibo, capital del estado Zulia, es un ejemplo del impacto diferenciado que el acceso a procesos de regularización migratoria puede tener en la población. Después de la vinculación laboral de su mamá con una entidad de salud en La Guajira, Annie obtuvo información para recibir el servicio. “Al principio no entendía el proceso, pero mi mamá me ayudó a conseguir el PPT, el Sisbén y la EPS. Cuando estaba embarazada (de su primer hijo) en Valledupar, me buscaban en casa, me llevaban al hospital y me regresaban”, detalla.

De acuerdo con Mirian, la partera es una figura trascendental en los alumbramientos hospitalarios, su acompañamiento representa una lección de sabiduría ancestral sobre los embarazos y nacimientos. “Una mujer embarazada también puede cuidarse a ella misma. Cuando está con la barriga, debe sobarse, pero siempre es bueno tener ayuda porque puede pasar que se muera el bebé”, afirma. No obstante, el desinterés de las nuevas generaciones y la no remuneración de la partería amenazan la permanencia de esta práctica médica tradicional. “Estos conocimientos se van a perder y nadie les dará valor hasta que ya no existan más. Eso me causa rabia porque quisiera ser recordada por esta gran labor”.

La suerte del pueblo Wayuu está íntimamente enlazada con la protección de sus mujeres. Ante las violencias y el olvido, cada parto es un riesgo, y cada nueva vida un milagro de resistencia. Sin políticas destinadas a su resguardo, sus cuerpos resultan territorios de lucha y dolor. Mientras tanto, las mujeres wayuu siguen caminando entre fronteras para no dejar morir la cultura de su pueblo.

Carta desde La Guajira para las tawalayuu (hermanas) del mundo:


Este contenido fue publicado originalmente en Revista Raya. Es uno de los productos periodísticos del programa de becas “Narrar Fronteras”, organizado y desarrollado por la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV).

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Cuatro fructíferos años de la RDPV

Desde su fundación en junio de 2020, la RDPV ha crecido para incluir a más de 260 mujeres periodistas que trabajan en diversos medios y organizaciones. La Red fue impulsada inicialmente por María Laura Chang y Estefanía Reyes, quienes convocaron a colegas y amigas para crear un espacio de conexión y colaboración en medio de la pandemia. 

Entre sus iniciativas más destacadas se encuentra el Informe sobre Acoso Sexual contra periodistas en Venezuela, que visibilizó una problemática silenciada. En sus hallazgos se expuso una realidad conocida por muchas personas de los medios, pero que permanecía en la sombra, queriendo normalizarse para comodidad de los agresores.

El Bootcamp “Género en Foco fue otro proyecto clave, proporcionando un espacio para el debate y aprendizaje sobre temas urgentes como el antirracismo, las crisis ambientales y los derechos humanos. Este evento presencial en Caracas combinó sesiones in situ y virtuales para maximizar su alcance y efectividad, al incluir a la mayoría de las miembras de la RDPV.

La campaña #LasPalabrasImportan, en colaboración con la Agencia de las Naciones Unidas para la Salud Sexual y Reproductiva en Venezuela y al Fondo para la Población de Naciones Unidas (UNFPA), se dedicó al activismo para erradicar la violencia contra la mujer. 

Desarrollada en un marco de 16 días de activismo en redes sociales, esta campaña se enfoca en sensibilizar sobre la importancia del lenguaje y la forma en que se informa sobre la violencia de género.

Programas de Becas “Redsonadoras” y “Narrar Fronteras”

Además, los programas de becas como “Redsonadoras” y “Narrar Fronteras“, con convocatorias abiertas y sesiones de formación, han apoyado la producción de contenidos periodísticos que abordan temas de justicia de género, diversidad e inclusión, así como las complejas realidades de las zonas fronterizas. 

Estos programas han proporcionado financiamiento y formación a periodistas y activistas, fortaleciendo la cobertura de temas cruciales en regiones marginalizadas.

La RDPV continúa su compromiso de transformar el periodismo venezolano, mostrando que es posible un enfoque más respetuoso y empático hacia las mujeres en los medios, y aspirando a consolidarse como referencia de periodismo feminista en Venezuela.

Crisleida Porras, periodista y editora de Redsonadoras.com, representó a la RDPV en el curso “Narrativas que tejen igualdad: Género, medios y periodismo” organizado por UNFPA en Venezuela. Tras detallar los objetivos de la Red y los proyectos realizados, resaltó que “este no es solo un recuento de metas alcanzadas. Al presentarles esta iniciativa hoy, queremos invitar a las participantes de este taller a inspirarse y hacer realidad sus proyectos periodísticos”. 

Añadió que lograr estas metas implica grandes sacrificios personales y profesionales, así como enfrentar desafíos particulares del contexto que significa hacer periodismo independiente en Venezuela. Pero no por ello es imposible y la RDPV existe como prueba irrefutable.

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Mujeres que salvan mujeres: contra la explotación sexual entre Venezuela y Colombia

¿Quién dijo que a todas las pueden salvar? Muchas veces son devueltas en urnas al otro lado de la frontera o las entierran en suelo colombiano en la más absoluta soledad, con sus deudos a cientos de kilómetros resignados o viendo su funeral por una videollamada.  Hay otras que simplemente siguen desaparecidas. 

A algunas les roban sus niños o los separan institucionalmente de ellas, les quitan sus documentos y son confinadas mientras son explotadas sexualmente día tras día, noche tras noche. Otras son esclavizadas y entregadas a grupos armados en la guerra sin fin, en la Colombia profunda, o traficadas a otros países.

La muerte lenta les llega por VIH u otras infecciones de trasmisión sexual (ITS). Las inducen al consumo de sustancias psicoactivas, como alcohol u otras drogas, adicciones que las sumen en una destructiva vorágine. Un escaso número se reconoce como víctima, pocas se atreven a denunciar, mientras que los ínfimos casos retratados en los medios tradicionales ven luz bajo un enfoque revictimizante para saciar los clics. 

La mayoría será parte del subregistro y de la negación y abandono de su Estado de origen, del Estado a donde migraron forzosamente o por donde pasan en tránsito. Las niñas, adolescentes y mujeres migrantes explotadas sexualmente o sometidas a contextos de prostitución llevan las de perder en todo momento. 

Pero algo tienen todas en común: siempre hay alguien lucrándose una y otra vez de la venta de sus cuerpos a otros hombres que las demandan como una mercancía más. Mientras exista la demanda, la trata no cesará. 

En este panorama, la voz de mujeres que trabajan en condiciones elevadas de riesgo y condiciones adversas para auxiliar y rescatar a víctimas y sobrevivientes se hace vital en el camino de sanar y superar las múltiples violencias que no cesan en medio del contexto migratorio.  

Ilustraciones: Ernesto Cáceres 

De víctimas a defensoras: un viaje de sanación y activismo

La lucha que libra la abogada Alejandra Vera contra las mafias proxenetas en la frontera colombo-venezolana hace quizá parte de su proceso de transformación: del dolor a la dignidad. Desde niña sufrió el desplazamiento forzado por el conflicto armado colombiano, la violencia brutal de su progenitor y luego ser vendida a una familia venezolana. Ha denunciado con fuerza las múltiples violencias que padecen las mujeres en la zona, que van desde cruentos asesinatos hasta el robo de sus hijos.

Es precisamente en Cúcuta, ciudad fronteriza con Venezuela y puerta de entrada de migrantes forzados, el nódulo donde confluyen múltiples actores, que van desde grupos armados, redes de trata y bandas criminales, además de la proliferación de los estudios webcam (recintos destinados a generar contenido pornográfico a costa de la explotación sexual y laboral de niñas y mujeres) donde el trabajo de lideresas como Alejandra Vera, directora de la Corporación Mujer Denuncia y Muévete, cobra una labor vital, pero de altísimo riesgo.

Alejandra relató que en 2024 fue perfilada y expuesta por funcionarios de la alcaldía de Cúcuta y la Policía de Turismo ante los dueños de prostíbulos y proxenetas, después de haber revelado la crisis sanitaria que afectaba a cientos de mujeres víctimas de trata y prostitución.

En su organización, más de 12,000 mujeres migrantes han sido atendidas en los últimos tres años, muchas de ellas embarazadas y víctimas de trata desde niñas. “La violencia sexual y la explotación están normalizadas en algunas comunidades, donde incluso los cuidadores participan en estos abusos”.

Justo en torno a los derechos sexuales de las mujeres y a una vida libre de violencia, el debate entre los modelos para abordar la prostitución se mantiene abierto en Colombia, entre dos visiones: el regulacionismo, que pide su reconocimiento jurídico, la considera un trabajo, exige beneficios laborales, rechaza el punitivismo sobre quienes la ejercen y asegura que éstas lo hacen de manera “voluntaria” (agencia propia).  

Por otro lado, el abolicionismo de la prostitución asegura que esta ni es sexo ni trabajo: es violencia sexual y machista, donde las mujeres son consideradas una mercancía u objeto de consumo al servicio de los hombres. En sus ejes está ofrecer una salida, protección a las víctimas y sobrevivientes (atención psicológica, jurídica, sanitaria y laboral), nunca criminalizarlas,  perseguir al proxenetismo y sancionar la demanda.

Aunque en Colombia, la prostitución no está prohibida como tal y el debate se vuelve complejo, Vera insiste que se trata de una forma de explotación. Entre 2018 y 2024, la oenegé que lidera identificó a unas 5,000 mujeres en contextos de explotación sexual y víctimas de trata, la mayoría migrantes venezolanas.

En 2023, la organización que Alejandra dirige registró oficialmente cinco mujeres asesinadas en contextos de explotación sexual. La activista detalló que las mujeres son encontradas en costales en los canales u otras son llevadas a la zona del Catatumbo, región de Colombia en la que históricamente han accionado las guerrillas del ELN, las FARC, el EPL y los grupos paramilitares, “a través de formas inimaginables de la violencia, y que han dejado a su paso más de 130,600 víctimas”, como reseña el portal Rutas del Conflicto

“Es muy duro oírlas llorar, cómo describen la violencia sexual a las que son sometidas, que desean salir de allí o cuando confiesan que han intentado quitarse la vida. Pero también es muy doloroso cuando terminan asesinadas, contactar a sus familias y repatriar sus cuerpos”, denuncia Vera.

Traspasar el dolor para servir

Una pistola en la cabeza cambió la dirección de una vida marcada por la explotación sexual a la que Kate estaba sometida desde que cruzó a Colombia. Fue el punto de giro en el tránsito de víctima a transformarse en un instrumento de auxilio y sanación en las historias de otras. 

“Un hombre me amenazó, me quería matar y tuve que salir desnuda corriendo a pedir ayuda. Ese día pensé, ¿quién cuidaría de mi hija si algo me pasa? Eso fue lo que me llevó a decidir que era hora de cambiar”, recuerda esta mujer venezolana de 31 años, aún con dolor, mientras une los retazos del suceso que la llevó a convertirse en defensora de los derechos de mujeres migrantes y colombianas retornadas, desde Cúcuta, Norte de Santander, frontera con Venezuela. 

Retrocede y recuerda el viaje emprendido en 2016, cuando llegó desde el estado Lara (a casi 370 km de Caracas) con su hija de 4 años, con la intención de trabajar y enviar dinero para el tratamiento médico de su padre enfermo. 

La promesa de trabajo de una “amiga” la llevó a un lugar donde se ejercía la prostitución y durante dos meses estuvo inmersa en un ambiente de drogas, violencia y explotación, sometida por un proxeneta que le exigía pagos diarios a cambio de protección.

Cruzar esa dolorosa línea para Kate fue posible gracias al apoyo que recibió de varias organizaciones, entre ellas la Corporación Feminista Mujer Denuncia y Muévete.

No ha sido fácil el camino, pero el balance hoy en día lo considera positivo. Regresó a los burdeles, pero para extender su mano a otras.

“Todo fue cambiando cuando comencé a trabajar con una organización internacional. Ellos me dieron tarjetas canjeables por mercados y kits de higiene, lo que fue una bendición en ese momento”. 

Meses después, la misma organización lanzó un proyecto destinado a ayudar a mujeres  y gracias a su experiencia Kate fue seleccionada para unirse a esta iniciativa. Así, comenzó a enseñar a otras mujeres a reconocerse a sí mismas, a pesar de la violencia y el sometimiento que enfrentan, como rigurosos encierros, crueles golpizas y amenazas de muerte.

El proceso de auxiliar a otras también ha implicado poner su vida en riesgo. Durante la activación de una ruta de denuncias, alguien alertó a bandas delictivas que operan en el parque Mercedes Ábrego de Cúcuta (zona de impacto) y hoy Kate enfrenta amenazas por su trabajo como defensora de los derechos de muchas mujeres.

“El año pasado, acompañé a una niña venezolana que fue golpeada por un proxeneta al negarse a vender drogas. Hicimos la denuncia ante la fiscalía y un año después no ha pasado nada. La persona denunciada fue alertada de lo que estábamos haciendo”.

La niña tuvo que regresar a Venezuela debido a amenazas de muerte. No recibió protección de ninguna institución en Colombia. “Esta situación es común cuando se activan las rutas para víctimas de trata, convirtiéndose en un proceso lento en el que muchas mujeres han sido asesinadas”.

Kate conoce bien el pantanoso terreno que pisa y describe cómo las bandas criminales demuestran su control del territorio en los asentamientos de migrantes donde, junto a los proxenetas, imponen un férreo control sobre sus vidas:

“Una vez que alcanzan la pubertad, entre los 13 y 14 años le advierten bajo amenaza de muerte que no deben perder su virginidad sin su permiso, porque las consideran de su propiedad. Las marcan como reses, con tatuajes con los que las identifican como de su propiedad”.

Si una niña intenta escapar o su familia protegerla, no les queda otra salida que huir. Kate, insiste en las fallas de las rutas de protección para las víctimas de trata. “Existen casas de refugio para ellas y sus hijos, pero el tiempo de estancia es limitado y luego deben abandonar el refugio. Incluso, a veces la información sobre su caso se filtra, llega al victimario y agrava el escenario”.

Kate ha sido una voz activa para las mujeres migrantes víctimas de trata y sobrevivientes de violencia sexual en numerosos eventos en Colombia. Ha presentado peticiones de protección a diversas entidades estatales, cuestionando la atención y protección brindada a las víctimas, así como la gestión en procesos de regularización migratoria.

El discurso de la dignidad: sobrevivir para contarla 

En agosto de 2018, el más alto estrado de la justicia en Colombia, la Corte Constitucional, se vio sacudido cuando Claudia Quintero se plantó para pronunciar en 13 minutos su emblemático Discurso de la Dignidad. Retumbaba entre la solemnidad de los magistrados, togas y rostros que mudaban de la circunspección al asombro.

“Pienso en cada noche en que pasé frío, los proxenetas me castigaban. Pienso que fue una vida de dolor, ¿voluntariamente elegida por mí? Sí, pero con una pistola simbólica en mi cabeza cargada de desplazamiento forzado en guerra, indiferencia, discriminación, abuso, falta de oportunidades (…) No quiero derechos laborales, quiero derechos humanos y esos no me los garantizó la prostitución”

Frases que llevan a un debate impostergable de cuánta agencia, voluntad propia o consentimiento existe en las mujeres empobrecidas o marginadas que son sometidas a la explotación sexual y a la prostitución. “En el burdel no se te garantiza ningún derecho, solo eres una mercancía (…), ahí te quieren drogada, alcoholizada y operada”, remata esta mujer.

A Claudia, nacida y criada en zona fronteriza colombo venezolana, su trabajo como activista de derechos humanos desde adolescente le costó amenazas, vejaciones por grupos paramilitares y el desplazamiento forzado junto a su familia a causa de la guerra en Colombia. La migración interna a la capital fue dura: con una bebé en brazos, embarazada y el abandono de su pareja, es enviada a un refugio en Bogotá. Allí, más empobrecida, con hambre y desesperada termina empujada a ejercer la prostitución en medio del consumo de sustancias que le permitían aguantar los abusos diarios y extremos. Es casi una década después cuando logra pedir auxilio a la Unidad de Víctimas, para salir de ese contexto y entrar en duros procesos de rehabilitación. 

El verbo de Claudia es poderoso y vehemente y es una de las caras más visibles de la lucha contra la explotación sexual y contra la prostitución en Colombia, defensora de la dignidad de niñas y mujeres colombianas y migrantes venezolanas.

Con una convicción inquebrantable, está por graduarse de psicóloga y dirige la Fundación Empodérame con el apoyo de voluntarias, incluyendo a mujeres sobrevivientes. Ha sido pionera en la lucha en las más altas cortes de Colombia para la defensa de las mujeres víctimas de explotación sexual y prostitución:  ha ganado cantidad de casos ante la justicia, a favor de colombianas, venezolanas y otras nacionalidades. Su fundación apoya y rescata en promedio a unas 500 mujeres víctimas y sobrevivientes por año.

Sobre la situación en Venezuela, Claudia elige calificarlo como “una tragedia humanitaria”. En particular, resalta que la situación de migración forzada especialmente de mujeres y niñas, las empuja a la explotación sexual en Colombia y en otras partes del mundo. “Es una vergüenza para la humanidad, es un castigo contra ellas por el hecho de ser mujeres y pienso que es un problema a raíz de la política dirigida por hombres”.

Confiesa reconocerse en la tragedia de otras, “me mueve la empatía que me brinda el hecho de haber sido víctima, siento que se repite en ellas mi historia del desplazamiento, de la explotación, del abuso a partir de la situación de movilidad que teníamos las víctimas del conflicto armado y que ahora tienen las migrantes”.

Cruzar para salvarte y salvar a otras

Bajo la batuta de Claudia Quintero, Empodérame sigue impactando innumerables vidas de mujeres locales y migrantes. Entre su equipo de voluntarias está Fany, quien se vio forzada a migrar desde los llanos venezolanos hacia Colombia hace 6 años. Medir 1,70 de estatura y pesar menos de 45 kilos, para ella era lo más cercano a sentir que se extinguía junto a sus dos niños, ambos casi en el umbral de la desnutrición. 

En 2018, cuando atravesaba el último río hacia Colombia quedó bajo el fuego cruzado entre grupos armados en el departamento de Norte de Santander. Tirarse al piso, arrastrarse y chocar con una guerra ajena: así entraba y no había vuelta atrás. 

Tras vivir en condiciones muy precarias y bajo la promesa de un trabajo como “mesera en un bar” accedió a ser trasladada a una zona rural, pero fue captada bajo engaño previamente por una familiar:

“Nos vendaron y luego de 5 horas por carretera desde Cúcuta nos entregaron a un grupo armado para ser esclavas sexuales junto a otras 20 mujeres venezolanas y colombianas. Las que se negaban, los milicianos las mataban, ahí pasaba un río cerca, ahí las tiraban”.

Fany no fue rescatada y tras huir a Medellín (Antioquia), a casi 700 km de la frontera, dormir en lugares diferentes cada noche por miedo a ser localizada por la red e intentar sobrevivir de varios modos, se vio obligada a ejercer la prostitución durante 4 años en el emblemático Parque Berrío.

Justo en una jornada de caracterización sobre la explotación sexual que hizo Empodérame en la ciudad, las vidas de Claudia y de Fany se cruzaron, tejiendo una historia de solidaridad y apoyo juntas: ambas como sobrevivientes de múltiples violencias, pero empeñadas en ayudar a otras.

En el tiempo que lleva como voluntaria de EmpodérameFany ha sido enlace clave con mujeres víctimas, tanto de explotación sexual como en el ejercicio de la prostitución. En las jornadas de caracterización ayuda a identificar en éstas los riesgos que atraviesan y sus necesidades más apremiantes, además de ofrecer asesorías jurídicas para que las sobrevivientes entiendan y ejerzan sus derechos.

Justo en los operativos de abordaje otro caso emblemático de auxilio ha sido el de Grecia, migrante forzada con discapacidad cognitiva quien fue detectada en la calle junto a su hijo Matias de 5 años. Había sido víctima de violencia intrafamiliar y de explotación sexual en medio de su desesperada búsqueda de empleo. Captada bajo engaño por una mujer de su entorno, movilizada y entregada en zona rural de Santander a una red de trata, logró escapar del confinamiento y ser auxiliada para luego iniciar una ruta de protección para víctimas de explotación sexual que ha dejado expuestas innumerables fallas 

La fundación Empodérame tuvo que trazar a los meses una enérgica estrategia jurídica para que pudiera recuperar a su niño, del cual fue separada cuando estaba a punto de perder el beneficio de refugio otorgado por el Estado colombiano. El accionar de la fundación fue clave para la reunificación de Matías y Grecia, pero la amenaza del desalojo del albergue y que le quiten de nuevo a su niño siguen latentes mientras siga en Colombia por la exigencia de conseguir un trabajo estable pese a no contar con ninguna red de apoyo, por lo que la fundación se mantiene vigilante. 

Al día de hoy, las vidas de Grecia y Fany están unidas por la sororidad y la voluntad de una red de mujeres que no se rinde frente a los devastadores daños que deja la explotación sexual y la prostitución forzada en sus pares, reciben la compañía y el auxilio que ha significado un punto de giro en sus vidas. 

Fany fue becada en 2023 y logró obtener un diplomado en servicios hoteleros, y aunque como mujer colombo-venezolana, ambos Estados le han fallado, sigue convencida en ayudar y orientar a mujeres que sufren el contexto que ella experimentó. Por su parte, Grecia solo espera impaciente la confirmación del reasentamiento hacia Australia en calidad de refugiada junto a su niño.

Del abuso y la deportación al auxilio de otras

Sororas e Irreverentes es el nombre de la organización que dirige Adriana, quien ha logrado caracterizar a unas 100 mujeres, entre venezolanas y colombianas que se identifican como víctimas de explotación sexual y sobrevivientes de violencia de género en la frontera colombo-venezolana, junto al apoyo de organizaciones como la Corporación Feminista Mujer Denuncia y Muévete Cúcuta.

La fundación que lidera procura ofrecerles a estas mujeres desde opciones para el cuidado de la salud sexual y reproductiva, pruebas de tamizaje, VPH, VIH hasta alternativas de emprendimientos para encontrar una salida segura de la prostitución, considerando que el factor económico es el principal motivo que las mantiene en esta situación.

“Nuestra vida es muy complicada y peligrosa. Desde afuera, parece que estamos aquí porque nos gusta, pero no es así. Las condiciones son extremas, estamos expuestas a enfermedades y, a veces, no podemos seguir los tratamientos porque no tenemos cómo pagarlos”, dice Adriana, quien sigue ejerciendo la prostitución. 

Pero en los 42 años de vida de esta mujer, la ocurrencia de múltiples violencias ha sido más que abrumadora. Siendo una niña de apenas siete años sufrió durante un largo tiempo el abuso sexual de su padrastro. Todo empezó en época navideña en Colombia. “Durante la celebración de la Noche de Velitas, me violó. Mi mamá nunca me creyó”, recuerda.

Poner fin al infierno que vivía la empujó a escapar de su casa con quien finalmente fue el padre de sus hijos y quien la golpeaba salvajemente, por lo que fueron obligados a huir por estructuras criminales que ejercen control social en los territorios. Es cuando en 1999, escapa disfrazada de hombre a Venezuela, al estado Portuguesa. Ante la precariedad y la imposibilidad de regularización migratoria fue captada por una red de explotación sexual de la que logró salir y regresar a su país. 

Pero en 2002, vuelve a ser víctima del conflicto armado. “En Cúcuta, mataron a mi papá delante de nosotros”, por lo que sufre su segundo desplazamiento forzado y vuelve a Venezuela: sin documentos venezolanos vuelve a estar marginada y opta por la prostitución en Caracas. “Me detuvieron. Yo no quería firmar la deportación, pero me obligaron. Fui violada por funcionarios de seguridad. La Guardia Nacional y oficiales de migración fueron los responsables de esto”, reveló Adriana.

La deportación desde Venezuela a Colombia agudizó su crisis económica y la empuja nuevamente a ejercer la prostitución en Cúcuta, desde donde también fue captada por una “amiga” resultando como víctima de trata en Ecuador. 

Al día de hoy, con las represalias latentes, pero con la experiencia que le dan las cruentas batallas libradas, Adriana reta a las autoridades municipales de Cúcuta en busca de mayor protección y respeto a su labor:

“En una reunión con el alcalde, le explicamos que con nuestro cuerpo todos se lucran: el dueño del bar, los clientes y los traficantes de drogas porque inducen bajo amenaza a muchas chicas a ofrecer drogas a los clientes, lo que a veces les cuesta la vida, nos ha tocado repatriar los cuerpos de las venezolanas”.

Sororas e Irreverentes está compuesta por mujeres que como Adriana aun desempeñan la prostitución. “Nos protegemos mutuamente porque siempre hay quienes intentan agredirnos. Si eso ocurre, todas nos defendemos, incluso contra la policía, que a veces nos atropella o envía patrullas para dispersarnos, diciendo que no quieren ver a ninguna prostituta”.

Aves de paso y un ángel en el camino

Herminda Bermúdez ha perdido la cuenta de la cantidad de derechos que se le han negado en su vida. Vivió en situación de apatridia casi seis décadas, tiempo durante el cual el derecho a una nacionalidad, a la pertenencia y arraigo a su patria no lo había podido ejercer. No fue sino hasta los 59 años de edad que logró tener su identidad colombiana, mientras que, como desplazada forzada durante unas cuatro décadas en Venezuela por el conflicto armado, nunca logró tener un estatus migratorio regular, sino que por el contrario, sufrió la deportación en agosto del 2015, en medio del decreto de Estado de Excepción dictado por Nicolás Maduro en la frontera tachirense. Pero tras el retorno forzado a su país traía una misión: salvar las vidas de otras mujeres.

Aves Emigrantes de Paso Somos Uno Solo (FUNDAPASOVES), es el nombre que Herminda decidió darle a la fundación que lidera a través de la cual rescata, apoya y orienta a mujeres venezolanas y colombianas retornadas que han sido víctimas de trata y de violencia basada en género. La casa funciona en medio de un asentamiento irregular (invasión) en el que colombianos y migrantes venezolanos han levantado viviendas precarias. El asedio al que es sometida por grupos armados es constante, pero no detiene su labor en Cúcuta.

“En 2017, intenté rescatar a una mujer que era víctima de violencia intrafamiliar y terminé arrodillada, amenazada con una pistola en la cabeza por el marido de la víctima”, recuerda esta mujer, quien a sus 69 años se ha convertido en un “ángel” para la vida de muchas por medio de intervenciones en terreno, constantemente vive expuesta a contextos violentos y de lucha armada que se libra en esa zona fronteriza. 

En agosto de 2024, una joven migrante venezolana que falleció en condiciones adversas en Cúcuta, pudo recibir una sepultura digna a través de las gestiones ejercidas por Herminda. El cuerpo de la joven había permanecido semanas en la morgue del hospital Erasmo Meoz de Cúcuta sin que nadie lo reclamara, pues su madre en Venezuela no contaba con los recursos para repatriarlo ni trasladarse al lugar. Herminda y su equipo gestionaron el entierro con la ayuda de instituciones locales, lo que fue profundamente agradecido por la mamá de la joven en Venezuela.

Gracias al apoyo de organizaciones internacionales como ACNUR y la ONU, así como de la Defensoría del Pueblo, esta lideresa ha logrado gestionar soluciones de emprendimiento para mujeres migrantes y retornadas. Estas iniciativas han permitido que muchas salgan del sometimiento y la violencia a las que viven sometidas. A través de charlas, apoyo psicológico y proyectos como peluquerías, panaderías y otras labores, se les brinda la oportunidad de mejorar sus condiciones de vida y superar la precaria situación en la que se encuentran.

Recompensa al trabajo en contextos de trata

Tiró la puerta, entró borracho, drogado y la golpeó con toda su fuerza, le reventó un ojo y la boca. Fiebre alta y una hemorragia vaginal aparecieron con los días. Como si se tratara de un despojo humano, el proxeneta que la mantenía encerrada se deshizo de ella porque ya no le generaba ganancias. Así inicia María Mercedes el relato de uno de los capítulos más dolorosos de su vida.

Sin embargo, la caridad de un hombre la ayudó a conseguir medicinas y un empleo temporal que sirvió para mantener a flote a esta mujer de 45 años, quien había salido en 2019 desde Maracay (Aragua) hacia Cúcuta, empujada por la precariedad que vivía. 

“A mi hija de 7 años no la podía alimentar ni enviar a la escuela con hambre. Por las noches, la distraía para que se durmiera sin pedirme comida. Pero al día siguiente, tampoco tenía nada para darle”.

Justo en este capítulo de la vida de María Mercedes hay un nombre que queda indeleble: Magaly Castañeda, abogada y lideresa de la Fundación Frida Kahlo, quien le brindó apoyo emocional y orientación para un emprendimiento del cual vive actualmente, junto a su esposo y  su niña, cuando finalmente se pudieron reunificar. 

El 70% de las mujeres atendidas por esta organización desde 2018, han sido migrantes venezolanas, en edades comprendidas entre los 18 y 28 años. Magaly mantiene un trabajo incansable dedicado a salvar y restaurar las vidas de estas mujeres que en su mayoría han sido coaccionadas o engañadas.  Trabaja en zonas de impacto de Cúcuta y Villa del Rosario lo que le ha permitido identificar que los casos de trata de personas han aumentado progresivamente: De 5 en 2022 a 56 hasta julio de 2024.

“Desde 2020 la vulnerabilidad de las mujeres migrantes, frente a los tratantes y grupos criminales va en aumento”, resume Castañeda, galardonada en 2022 con el Programa de Liderazgo de Visitantes Internacionales (International Visitor Leadership Program IVLP) del Departamento de Estado de EE. UU., por el impacto de su organización en mujeres víctimas de Violencias Basadas en Género (VBG) y trata de personas.

Casa de segundas oportunidades 

La Esperanza es el nombre del Centro de Acogida y Capacitación de las Hermanas Oblatas en Medellín, congregación que hace más de siglo y medio acoge a mujeres prostituidas que eran excluidas y rechazadas en otras instituciones, les brindan formación en oficios diversos y acompañamiento psicosocial 

Para las Oblatas, la prostitución, la pornografía y las actividades en los estudios webcams no son trabajos, son la antesala de la trata de mujeres con fines de explotación sexual y están ligadas a la feminización de la pobreza y la desigualdad social creciente, postura que dicen compartir con la Relatora Especial sobre la violencia contra las mujeres y las niñas de la ONU, Reem Alsalem.

“No podemos cruzar los brazos mientras estas mujeres siguen siendo tratadas como objetos”, dice una de sus integrantes quien prefiere mantener su identidad bajo resguardo. 

Entre la calidez que se respira en La Esperanza el trabajo en red es incansable. Natalia Marín, psicóloga del centro, documenta y atiende a las que tocan las puertas y que traen consigo secuelas emocionales, conductuales y psicológicas severas. “Muchas presentan trastornos duales, muchas son obligadas a consumir sustancias psicoactivas o alcohol, lo que deriva en trastornos depresivos, de ansiedad e incluso psicóticos”. 

Para Natalia, auxiliar a mujeres migrantes es todo un reto, en especial por los duelos que se les suman: 

“Pierden su identidad, su autoestima, no encuentran su lugar en el mundo, se sienten propiedad de otro. Tratan de sostener a sus familias a distancia, mientras les toca defenderse y sobrevivir acá”.

Las Oblatas también trabajan de la mano de voluntarias como Jeny, mujer afrocolombiana quien de adolescente fue víctima de explotación sexual, captada  en Medellín y trasladada bajo engaño junto a otras adolescentes hasta el departamento del Meta, municipio rural de San Martín (zona de distensión de los paramilitares entre 1998 y 2002) donde fueron encerradas en cuartos bajo cadenas las 24 horas del día. 

“Cuando llegamos nos pusieron en fila, arrodilladas, listas para el tiro de gracia, frente al comandante paramilitar. Nos prometieron asesinarnos si alguna intentaba escapar o avisar a la familia”. 

Tras su desaparición nadie de su familia la buscó ni avisó a autoridades policiales por miedo. Luego de un mes logró escapar de sus captores y en el intento falleció una de las adolescentes y un integrante de la organización criminal, quien les había abierto los candados de los cuartos donde eran sometidas. 

Por muchísimos años Jeny guardó silencio por miedo a ser culpada. La falta de apoyo de su familia y los traumas de la guerra y la explotación la llevaron al consumo de alcohol, un embarazo temprano y a merced   de la prostitución. Y aunque logró salir, el apoyo de las Hermanas Oblatas ha sido crucial para ella. Ganó una beca universitaria y se prepara para ser abogada con un propósito de vida irrevocable: asistir a las víctimas de explotación sexual y prostitución colombianas y migrantes.

Misión arriesgada, indetenible y contra todo pronóstico

Mientras el acuerdo internacional más importante en materia de lucha contra la trata de personas, el Protocolo de Palermo, exige a los Estados “desalentar la demanda que propicia cualquier forma de explotación”, especialmente de mujeres, niñas y  niños, el Estado colombiano luce ambiguo o parece ir en dirección contraria.  Las organizaciones consultadas para este reportaje advierten aún serias fallas para el reconocimiento de las víctimas, para iniciar y permanecer en la ruta de atención y  acceder a un proceso de justicia y de reparación. Como si fuera poco, otro agravante lo constituye la ausencia de protección , resguardo y garantías a la integridad para estas mujeres que se mantienen en lucha ayudando a otras, expuestas ante el accionar de  redes criminales pero inquebrantables en la denuncia de estos contextos y en el auxilio de sus pares. La falta de capacitación de jueces y fiscales para la tipificación adecuada del delito ya ha sido expuesta también en otras instancias . 

En el caso de Venezuela, se suma la opacidad sobre las estadísticas y caracterización de las víctimas de trata, la ausencia de un mecanismo que acoja con dignidad a mujeres víctimas y sobrevivientes, y por ende la ausencia de políticas públicas de protección, incumpliendo tratados internacionales de los que son signatarios, como lo explicó para este informe la ONG Mulier Venezuela

*Nota: Los nombres de algunas de las víctimas que aportaron sus testimonio para esta investigación fueron cambiados por resguardo a su integridad.


Este contenido fue publicado originalmente en el diario La Nación con el título Mujeres que salvan mujeres: al auxilio de víctimas de explotación sexual entre Venezuela y Colombia. Es uno de los productos periodísticos del programa de becas “Redsonadoras”, organizado y desarrollado por la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV).

Puedes leer otra de las historias becadas aquí.

Destacada Presas de la injusticia

Presas de la injusticia: mujeres asumen el cuidado de sus familiares detenidos

En la bolsa que tiene Nora en la mano hay otras tres más pequeñas en las que lleva un poco de arroz blanco, dos plátanos verdes cocidos cortados en trozos y dos panes con mantequilla bien aplastados, que es como le gustan a su hijo.

En una fila de 16 mujeres, ella es la tercera. Son las diez de la mañana y está allí desde las siete. Es su rutina cada semana desde hace siete meses, cuando puede llevar algo de comida a su hijo que está detenido en los calabozos del Cuerpo de Investigaciones Científicas Penales y Criminalísticas (CICPC) en Maracaibo, capital del estado Zulia, uno de los estados más importantes de Venezuela.

Nora llora todos los días desde que su hijo está detenido. “Sé que para cualquier madre el hijo de uno es un santo, así no sea bueno, pero te juro por Dios que mi hijo sí lo es. No es santo, pero es bueno”. 

Llora de impotencia por no tener dinero para pagar un abogado que pueda atender esta detención, alguien que le explique qué ocurre con su hijo. Llora por no tener un trabajo fijo que le permita ser consecuente y llevar comida a su muchacho. 

“A veces le llevo una bolsa con 10 panes de los que venden en el abasto y un poquito de mantequilla. A veces un pedacito de queso y con eso tiene para estirar la comida hasta que yo le consiga otras cosas”.

La responsabilidad de Nora va más allá del alimento. Debe garantizar agua, lavar la ropa de su hijo, traer calzado o medicinas si se siente enfermo.

A diario, cientos de mujeres hacen fila a las puertas de cárceles del país para llevar comida, agua, medicamentos y ropa a sus familiares presos | El Pitazo

En Venezuela, las mujeres como Nora son las que cubren, a costa de ellas mismas, las necesidades de sus familiares en prisión pese a que es un deber del Estado, según la legislación nacional y tratados internacionales. 

Este trabajo de El Pitazo y la iniciativa Redsonadoras de la Red de Periodistas Venezolanas cuenta las historias de ocho mujeres con familiares presos por delitos comunes o políticos en Zulia, Vargas, Miranda, Lara y Falcón. Sus testimonios se asemejan con los de otras madres, hermanas, tías y parejas de detenidos que son forzadas a atender las necesidades básicas de sus familiares en prisión aunque el sistema penitenciario tiene la obligación de cubrirlas, según lo establecen las Reglas Mínimas de las Naciones Unidas para el Tratamiento de los Reclusos o Reglas Mandela.

“Yo también estoy presa”

Las madres, hermanas y parejas de los reclusos son las que asumen la responsabilidad del Estado, reafirma la psicóloga social y criminóloga Magaly Huggins, coordinadora de investigación de la ONG Una Ventana a la Libertad (UVL).

“Ellas saben que la sobrevivencia, en un centro de detención o en una cárcel, depende de cómo actúe el vínculo de ese privado o privada de libertad con el exterior. Estas mujeres desarrollan habilidades porque deben lidiar con muchos actores y posibles escenarios”. La experta agrega:

“Muchas de ellas son castigadas y humilladas constantemente. Es decir, los funcionarios o custodios y la sociedad en general las tratan como si fueran culpables del error cometido por el familiar que se encuentra detenido”.

Estudios de UVL indican que el maltrato a los reclusos y su familia está  institucionalizado en Venezuela.

Además de experimentar rechazo en su entorno, las mujeres asumen la carga económica de sus hijos, esposos, hermanos o sobrinos en prisión. El ingreso de la familia se destina para las compras de comida y artículos de higiene del recluso y los pasajes en transporte público.  

UVL estima que se necesitan 300 dólares al mes para visitar, alimentar, mantener sano y trasladar a tribunales a un detenido. El monto es elevado en un país donde el salario mínimo se mantiene en 130 bolívares mensuales, menos de tres dólares al cambio oficial del Banco Central de Venezuela (BCV), y los bonos de alimentación y otros incentivos se sitúan en 130 dólares.

75 % de las mujeres en el país tienen ingresos por debajo de 200 dólares mensuales y solo 3 % puede pagar la canasta básica con lo que devenga, según el informe La violencia en femenino: el libro violeta de la represión en Venezuela, publicado en noviembre por una coalición de ONG.

El gasto fijo de las familias con algún integrante preso no incluye el pago de honorarios a un abogado privado o las cuotas que los prisioneros pagan a  custodios, militares y otros reclusos para tener acceso a algún privilegio en el calabozo. 

Eugenia y Carmen, madres de dos prisioneros de la cárcel de Uribana, en Barquisimeto, estado Lara, destinan casi todos sus ingresos semanales en las comidas para sus hijos. Con frecuencia dejan de comprar alimentos para sus otros hijos o nietos.

El esposo de Carmen es el único que trabaja en su casa tras la detención de su hijo porque ella dedica varios días de su semana a la preparación de las comidas para llevárselas desde la vía Acarigua hasta el norte de Barquisimeto. Su pareja cobra entre 25 y 35 dólares semanales trabajando en el campo, pero necesita hasta 40 dólares para cubrir los alimentos de su hijo que ha perdido 20 kilos de peso en Uribana en los últimos cuatro años. Carmen no ve a su hijo preso desde marzo porque en la cárcel hay un código de vestimenta estricto para someterlas a requisas corporales donde las denigran y obligan a saltar y agacharse, indistintamente de su condición física.

Carmen  comenta que la mayoría de sus pantalones están rotos y no puede entrar con ellos a la cárcel. Por lo tanto, solo tiene permitido dejar las bolsas de comida para su hijo en la entrada, sin la certeza de que las arepas y panes que le prepara desde la madrugada lleguen a sus manos. 

“Me están exigiendo mucho. Ahorita tenemos que traer sandalias bajitas, que no tengan ni trenza. No podemos usar sostenes con alambre, hay que vestirse con ropa interior y camisa de color blanco, pantalón azul oscuro y sin rotos. El que no tenga no pasa, porque aquí han devuelto a muchas mujeres. Por lo menos yo ahorita no entro a visita porque no tengo ni para comprarme el pantalón. ¿Pero cómo hago? Si tengo para traerle comida, no tengo para comprarlo”, comenta.

Las madres y esposas de reclusos en la cárcel de Uribana, en Barquisimeto, usan la mayor parte de sus ingresos para alimentar a sus hijos detenidos | El Pitazo

Huggins señala que dificultades como estas inciden en el estado de ánimo de las mujeres. “Una de las consecuencias psicológicas más fuertes que enfrentan es la de sufrir depresión”, precisa. 

Quizás por ello, Carmen en Lara, siente que aunque está en libertad, cumple una condena. Cada vez que puede ir a la cárcel cuenta los días que tiene sin ver a su hijo porque el dinero no le alcanza para comprar la ropa que puede usar en la cárcel.

El mismo dolor de Nora en el Zulia, quien no puede dormir por la detención de su hijo. Por eso llora, cuando piensa que él corre peligro y puede morir en esa celda. “Yo también estoy presa”.

“Hemos cambiado nuestra vida”

Cuando Magda habla de su único hijo, Enrique, se pone las manos en el pecho y su voz se quiebra. Esto le pasa a diario desde el 29 de julio de 2024, el día después de la elección presidencial en Venezuela. Los dos viven en un sector popular de la parroquia Carlos Soublette del estado Vargas, al centro del país.

“El aire me falta desde el 29 de julio. Es un dolor horrible, como si cargaras unas piedras adentro y no te pasara el oxígeno”, dice Magda y vuelve a poner las manos entrelazadas en un intento de contener los latidos de su corazón. 

Desde hace cuatro meses Magda usa una franela con el rostro de su hijo preso por participar en una protesta en rechazo a los resultados de la elección presidencial anunciados por el Consejo Nacional Electoral (CNE). 

“Él salió el 29 de julio y no regresó. Yo salí a buscarlo y recorrí todos los calabozos que hay en La Guaira. Me decían que allí no estaba. El 2 de agosto me dijeron que estaba en Macuto y lo presentaron [en el tribunal] por terrorismo. Me dijeron que no debía buscar abogados, que le habían asignado una defensora pública. Ella me pidió que me quedara quieta. Me aseguró que en 45 días me lo soltaban porque no había ninguna prueba, pero no fue así”.

A finales de agosto, Magda fue a llevarle alimentos a Enrique al calabozo de Macuto donde tenía casi un mes detenido. El funcionario que la atendió le dijo que si quería dejara la comida, pero se la daría otro preso. A Enrique se lo llevaron a otro lugar y no sabía para dónde.

“Me sentí tan indefensa. Uno de los funcionarios se apiadó y me dijo: ‘Mi vieja a esos se los llevaron para Tocuyito’. Fue como un baño de agua fría. Lo recuerdo y me dan ganas de llorar de nuevo. Se lo llevaron lejos de casa. Es como un castigo no solo para ellos, sino para la familia de cada uno de los detenidos”.

Enrique fue enviado al Internado Judicial de Carabobo, conocido como la cárcel de Tocuyito, a 200 kilómetros de distancia de su ciudad de origen. Ahora, Magda está obligada a viajar a otro estado para saber de su hijo.

Uno de esos viajes fue a comienzos de octubre. Ese día Magda logró ver a Enrique por primera vez desde su detención. No pudo abrazarlo, pero sus ojos vieron a un hombre más delgado, con moretones en sus manos y brazos y una mirada que sintió desesperada. 

“Ellos viven su infierno allá adentro. Y nosotras afuera otro. Yo he dormido a la intemperie. A veces en el carro de algún amigo o vecino que me ha hecho el favor de llevarme. También en el carro de otras madres que, como yo, están viviendo este calvario. Hay solidaridad entre las que venimos a Tocuyito. Hemos descubierto que para cargar este dolor hay que hacerlo en compañía. La mayoría somos mujeres. Muchas han perdido el trabajo, otras han renunciado y otras hemos cambiado nuestra vida. ¿Qué no haría una madre, por ver en libertad a su hijo?”, se pregunta en voz alta Magda, mientras las otras mujeres que la rodean, asienten con sus cabezas.

Esas mujeres son esposas, hijas, madres, abuelas, tías, sobrinas o amigas de presos políticos enviados a la cárcel de Tocuyito. 

Las mujeres familiares de los ciudadanos detenidos arbitrariamente después de la elección presidencial no solo viajan y tratan de llevar comida a sus seres queridos. También protestan para clamar por su liberación | El Pitazo

Magda y las mujeres allegadas a los 1.958 ciudadanos encarcelados por la represión poselectoral no son las únicas que abandonaron sus trabajos y tienen otras rutinas porque deben llevarle alimentos, agua, medicinas y ropa limpia a sus familiares hasta los calabozos. Esta realidad no distingue entre presos políticos o comunes.

En cada región se conforman redes de apoyo familiar con mujeres que dan la cara por los 52.569 prisioneros repartidos en cárceles y centros de detención preventiva del país, según estimaciones del Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP) para octubre de 2024. 

En Lara, al occidente de Venezuela, la defensora de derechos humanos Nayibe López, creó la fundación Las Mercedes, en 2019. Su nombre hace alusión a la virgen patrona de los presos. La organización acompaña a mujeres con familiares privados de libertad en la misma ciudad o cárceles remotas. Cuando la cárcel de El Dorado permanecía abierta, las mujeres que son parte de esta iniciativa y tenían a sus familiares presos a 1.355 kilómetros de distancia, las voluntarias de esta fundación recaudaban fondos y organizaban el viaje juntas.

“No hay tranquilidad ni un día, soy la esposa del que está preso”

En Venezuela, por norma general, los presos son recluidos sin considerar la cercanía de su núcleo familiar o de los tribunales que llevan sus causas. Como consecuencia de ello, los familiares deben trasladarse fuera de sus ciudades y tomar dos, tres o más autobuses para llegar al centro de reclusión.

El abogado penalista Zair Mundaray, exdirector general de actuación procesal del Ministerio Público, señala que la detención de una persona por delitos comunes o políticos es una condena para la familia entera por diseño.

“Los penales quedan lejos e inclusive, por dejarte en el centro de detención donde te puedan visitar y tengas alguna flexibilidad te cobran los policías. Entonces ahí lo que hay detrás, entre otras cosas, es un gran negocio y se violentan una gran cantidad de derechos”. 

A finales de 2023, el gobierno de Venezuela intervino siete cárceles que estaban controladas por pranes, como se conoce a los jefes del crimen organizado, mediante un operativo denominado Gran Cacique Guaicaipuro. Entonces enviaron otras prisiones a 8.234 reclusos procedentes de las cárceles de Tocuyito (Carabobo), Tocorón (Aragua), La Cuarta (Yaracuy), Puente Ayala (Anzoátegui), La Pica (Monagas), Vista Hermosa (Bolívar) y el Internado Judicial de Trujillo (Trujillo).

Esos traslados representan un nuevo obstáculo para las mujeres familiares de los prisioneros comunes. En la mayoría de los casos, las distancias de los centros de detención de sus lugares de origen hace imposible la atención diaria o semanal. En consecuencia, las mujeres se limitan a hacer una visita mensual o cada dos meses porque necesitan reunir más dinero para movilizarse.

“Las personas privadas de libertad son trasladadas a discreción de las autoridades, quienes usan este recurso para amenazar o como forma de castigo. No sólo castigan al privado de libertad, sino a los familiares, especialmente a las mujeres cuidadoras”, precisa Humberto Prado, fundador del OVP.

La  familia de José, un hombre de 44 años, oriundo de Cabimas, estado Zulia, enfrenta ese castigo extendido. Su esposa viaja cerca de 3 horas y 44 minutos, alrededor de 263 kilómetros, cada 30 o 60 días, según el dinero del que disponga, para visitarlo en el Centro Penitenciario Santa Ana de Coro, en Falcón, donde está detenido por hurto desde el año 2016.

Anaís tiene 42 años y es peluquera. Para visitar a José en su lugar de detención cruza los límites de un estado a otro, con comida, agua y artículos personales que el Estado no le provee a su esposo. Sin ese viaje mensual, su esposo no podría subsistir. 

“Hay que madrugar, pasar las alcabalas. Antes, había transporte público y buses, pero ahora hay que pagar carritos que nos cobran 20 dólares [por persona]. A esto le sumamos los prejuicios y el estigma  de la gente que te juzga y no te conoce, de vecinos y amigos que te dieron la espalda, de gente que no te ayudó y de la corrupción en este país, que alcanza todos los niveles, incluso para ingresar comida o medicinas a la cárcel. No hay tranquilidad ni un día porque soy la esposa del que está preso por ladrón”, expresa. 

Ella anhela que José resulte beneficiado con un traslado a un centro de detención más cercano, en Maracaibo, pero no lo ha logrado. Dice que no ha tocado las teclas correctas. Pero más allá de las dificultades que sortea, agradece a “las ángeles” que le ayudan. Así se refiere a otras mujeres con familiares presos en Coro y que viven más cerca, que llevan alimentos para sus reclusos y comparten con su esposo. “En los peores lugares también se forjan lazos fuertes”, reitera.

Madres duermen afuera de la cárcel de Tocorón para visitar a sus hijos, presos en el contexto postelectoral y enviados a ese lugar desde otros estados | Cortesía Observatorio Venezolano de Prisiones (OVP)

De esa hermandad que surge entre las mujeres que tienen un familiar en prisión también saben las madres, hermanas y tías de los 106 detenidos en el contexto poselectoral en el estado Anzoátegui, al oriente de Venezuela. Su primer lugar de detención fue el Centro Agroproductivo de Barcelona, conocido como la cárcel de Puente Ayala. De allí fueron sacados repentinamente hasta la cárcel Yare III, en el estado Miranda, a más de 500 kilómetros de distancia.

“Nos hemos unido para compartir gastos, trasladarnos juntas, hacer un equipo y que nos rinda el poco dinero que tenemos. Nos damos aliento y luchamos por la libertad de nuestros hijos”, cuenta Isabel, una de las madres de este grupo de presos políticos. Ella y otras mujeres han tenido que vender sus muebles, artefactos eléctricos y hasta teléfonos para cubrir los gastos de cada viaje.

“Son las mujeres las que se ocupan de todo”

La sociedad en Venezuela se ha caracterizado por designar a la mujer las mayores responsabilidades en la dinámica familiar y social, consideraba el abogado Carlos Nieto Palma, coordinador de UVL hasta su fallecimiento en agosto de 2024.

“Esto no se hace diferente en el sistema carcelario. Son las mujeres las que se ocupan de enfrentar y resolver todo lo que implica tener un familiar privado de libertad”, declaró Nieto en la presentación del informe Familias de los detenidos en los centros de detención preventiva: Víctimas por parentesco realizada en julio de este año.

El trabajo detalla los obstáculos que enfrentan las familias de los presos venezolanos que dependen en su mayoría de las mujeres pese a estar bajo custodia del Estado a través del Ministerio de Servicio Penitenciario, creado en 2011.

“Aunque no existen estadísticas exactas, a lo largo de los años que tenemos trabajando en Una Ventana a la Libertad, me atrevo a decir que siete de cada diez familiares o amigos que visitan a un privado de libertad, son mujeres”, alertó.

A diario, alrededor de las prisiones y centros de detención, son mujeres de distintas edades las que hacen fila para visitar o llevar comida y agua a sus familiares presos. 

El propio Estado impuso la norma. En al menos 14 de los 23 estados del país alguna cárcel o centro de detención preventiva solo se permite que la visita sea hecha por mujeres, de acuerdo con un monitoreo realizado por El Pitazo para este reportaje.

Entre los lugares que limitan la visita solo a mujeres está el Centro de Detención Preventiva de Caraballeda, conocido como el retén de Caraballeda, en Vargas.

“Es una medida absurda. Aquí  hay un chamo, adolescente, detenido [en] las protestas después de las elecciones, que solo tiene a su papá. El señor va a visitarlo todos los días. Religiosamente le trae comida y agua, pero no le permiten entrar el día de visita. En tres meses solo lo ha visto una vez porque las demás madres que vamos presionamos para que así fuera. No es justo”, revela María Luisa, madre de un adolescente detenido. 

Confirma que las mujeres son mayoría absoluta tanto en la visita como en las diligencias judiciales y la búsqueda de asistencia para los reclusos. Ella misma forma parte del  Movimiento de Madres en Defensa de la Verdad, integrada por esposas, madres y hermanas de 57 detenidos en las protestas poselectorales en Caracas y La Guaira.

Isabel es parte de esa mayoría. “Solo hay algo peor que ser mujer y tener un hijo preso. Es ser una mujer pobre con un hijo preso”, expresa. 

En las afueras de cualquier cárcel de Venezuela, sea Yare III, Tocorón o Tocuyito, las mujeres lloran y se cuidan unas a otras. Magda suele llegar con un rosario para rezar bajo la sombra de un árbol en los alrededores de la prisión de Tocuyito. Clama por su hijo Enrique y por ella. También por las otras mujeres que acompañan a los privados de libertad. Reza porque es mujer y el sistema la obliga a no rendirse. 

*Nota: Los nombres de las mujeres y los prisioneros de este reportaje  fueron cambiados a petición de las fuentes consultadas que temen represalias en contra de ellas o sus familiares.


Este contenido fue publicado en El Pitazo con el título Presas de la injusticia: mujeres enfrentan el abandono del Estado en las cárceles de Venezuela. Es uno de los productos periodísticos del programa de becas “Redsonadoras”, organizado y desarrollado por la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV).

Puedes leer otra de las historias becadas aquí.

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Eileen Truax: El periodismo responsable debe entender la migración y explicarla sin prejuicios

(Julio, 2024). En la compleja tarea de cubrir las diversas realidades que se dan en las zonas fronterizas, quienes ejercen el periodismo enfrentan desafíos únicos. Es un terreno donde convergen historias de migración, crisis humanitarias y encuentros culturales que exigen un enfoque ético y una profunda empatía. 

Estas reflexiones fueron parte de la ponencia que Eileen Truax, periodista mexicana especializada en temas migratorios, ofreció en la primera sesión de “Narrar Fronteras”, programa de formación y becas organizado por la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV).

Enfatizar las similitudes y minimizar las diferencias

“Lo primero es entender quién es el otro, de dónde viene. Cuando descubrimos esas similitudes, (eso) es lo que nos permite construir juntos (las historias). Es responsabilidad del periodismo comprender lo que está ocurriendo, entender los fenómenos y luego explicarlos”, señaló en el encuentro virtual realizado el jueves 18 de julio. 

Añadió que quienes quieran contar lo que sucede en las áreas limítrofes de los países, requieren de una amplia comprensión de las dinámicas sociopolíticas y económicas particulares de estos entornos. También de alta sensibilidad hacia los derechos humanos y de una voluntad inclinada a combatir prejuicios, así como acabar con los estereotipos que los mismos medios han contribuido a formar en el imaginario de la gente.

“Las narrativas periodísticas deben evitar enfocarse únicamente en la problematización, la criminalización y la victimización de los migrantes. Debemos buscar enfoques más equilibrados y humanos para contar sus historias. Hay un discurso político que viene en este sentido y el medio de comunicación tiende a repetir en lugar de cuestionar o confrontar esta narrativa”, apuntó la también profesora de la Universidad Autónoma de Barcelona, Cataluña.

Mencionó, como ejemplo, la importancia de desmontar la muy usada denominación de los “migrantes ilegales”. “No hay personas ilegales ni migrantes ilegales. Puedes migrar en una situación ilegal, pero el migrante no es ilegal, porque ninguna persona es ilegal”, precisó.

Las palabras importan al hablar de los migrantes

También expresó que la labor de cambiar los términos es parte de la tarea periodística y, por ello, somos nosotres quienes debemos ayudar a que las instituciones cambien los términos de sus discursos sobre temas migratorios. Es crucial para el periodista entender estas distinciones para contextualizar adecuadamente las historias que cubre.

Por esta razón, Truax recomienda emplear términos como “movilidad humana” para englobar las diversas razones por las cuales las personas se desplazan. Y recordar que los migrantes no son un problema, porque son los países de acogida los que tienen un problema de flujo fronterizo. 

Tampoco son una amenaza comparable con desastres naturales, como “oleada”, “avalancha” o “desbordamiento”, como cuando se refieren a movilizaciones masivas en fronteras. La migración es un derecho; las razones para hacerlo son y han sido siempre muy variadas. 

“Se migra para estudiar, porque ha habido un cambio climático, por razones médicas, por reunificación familiar. Y, por supuesto, se migra por amor”. Pero también se puede migrar por razones religiosas, de orientación sexual o por identidad de género, para huir de la violencia o para mejorar la situación económica.

Desafiar estereotipos para generar empatía

En este primer encuentro de “Narrar Fronteras”, moderado por la cofundadora de la RDPV, María Laura Chang, uno de los puntos más destacados por Truax fue la necesidad de desafiar los estereotipos negativos asociados con los migrantes. Por ejemplo, el estigma que busca vincularlos con el crimen organizado, y en su lugar, profundizar en las realidades complejas que enfrentan los migrantes en sus nuevos hogares.

Contar historias de éxito individual, como la destacada participación de migrantes o sus descendientes en eventos deportivos, en la escena cultural o comunitaria, ayuda a desafiar percepciones preconcebidas y fomentar una narrativa más inclusiva

Asimismo es clave resaltar los aspectos más humanos de las personas que migran, para conectar más directamente con la audiencia. Entre ellos, sus roles como madres, padres, hijes, abuelas y abuelos; las profesiones u oficios que dejaron atrás, las formas en que celebran en sus culturas, todo suma para generar empatía, indicó la experta.

Para ayudar a desaparecer la línea que se traza entre “ellos” (los migrantes) y “nosotros” (los nativos del país de acogida), les periodistas debemos insistir en las redacciones de los medios que difundir historias donde la solidaridad, la alegría, el respeto a la ley y el amor, protagonizada por las personas que migran, son “newswhorthy”. Es decir, vale la pena publicarlas para ampliar la dimensión de lo que las audiencias conocen sobre ellas.

Contar el ciclo completo de la migración hace la diferencia

Gabriel García Márquez siempre decía que el secreto de una buena historia es contar el cuento completo, no contar solamente un fragmento de las historias. A eso me refiero cuando digo que hay que contar el ciclo migratorio completo, no solamente el tránsito. Hay que contar por qué viene ese alguien, de dónde, cuáles son las motivaciones y las ilusiones que hacen que esa persona salga de su país”, refirió Truax. 

En este sentido, recordó que además de la salida y el tránsito, para una persona migrante existen tres finales posibles: es detenida y deportada; muere o llega a su destino. “Pero cuando la persona llega y también cuando la persona es deportada la historia no ha terminado”, señaló. 

Identificar las circunstancias en que se desarrolla su estadía en refugios, su proceso de estatus migratorio legal o su adaptación al nuevo lugar de residencia también vale la pena ser mostrado en una historia. “Para mí el mejor periodismo de migraciones es el que se hace a fuego lento”, afirmó y recomendó a los 40 asistentes a la sesión tomarse hasta seis meses o un año para hacer seguimiento a las historias que deban reportar con premura en un inicio.

Truax enfatizó que uno de los aspectos más invisibilizados en estas coberturas es la incidencia de las mujeres en la migración. “Muy rara vez pensamos en una mujer cuando se piensa en una persona migrante, aunque a nivel mundial, las mujeres representan el 48% de las personas que han migrado”, precisó.

Luego de culminar la ponencia de la experta invitada, María Laura Chang continuó con una sesión informativa sobre las postulaciones a las becas que forman parte de “Narrar Fronteras”, para aclarar las dudas de les participantes.

Puedes ver la sesión completa en nuestro canal de Youtube.

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Narrar Fronteras busca revelar dinámicas silenciadas en zonas limítrofes de Venezuela

La Red de Periodistas Venezolanas (RDPV), en colaboración con Free Press Unlimited (FPU), anunció en junio de 2024 la convocatoria para Narrar Fronteras. Es un programa de formación virtual y becas de producción periodística para fomentar la cobertura desde una perspectiva de derechos humanos, género, igualdad y diversidad en las fronteras de Venezuela.

La iniciativa está dirigida a periodistas, fotógrafos(as), videógrafos(as), locutores(as); creadores(as) de contenido; y/o personas de la comunicación que vivan en o reporten sobre fronteras venezolanas. Pueden ser personas de cualquier nacionalidad, identidad de género u origen étnico, sin importar si forman o no parte de la RDPV. Se busca especialmente a “periodistas fronterizos(as)” con experiencia previa e interés en explorar o ampliar sus coberturas en las zonas limítrofes. 

El programa tiene como objetivo reportar sucesos, contar hechos y describir realidades de las fronteras. Asimismo, fomentar el intercambio y la construcción de redes entre periodistas y activistas en todo el país y países vecinos, sin importar en qué límite del territorio venezolano se encuentren.

Narrar Fronteras permitirá que comunidades invisibilizadas puedan exponer sus realidades y captar la atención de quienes tienen posibilidades de apoyarles. Queremos fomentar un periodismo respetuoso, con perspectiva de género y diversidad, en áreas complejas”, aseguró María Laura Chang, impulsora de la RDPV. 

Narrar Fronteras se dividirá en dos fases: una formación virtual de cinco sesiones en línea con especialistas nacionales e internacionales sobre coberturas de migración, perspectiva de género en fronteras, acceso a derechos y seguridad integral para periodistas en frontera. 

Y una segunda fase que consta de becas de producción para proyectos periodísticos colaborativos de largo aliento, en cualquier formato, sobre temas invisibilizados que afectan a las comunidades fronterizas. 

Las becas, exclusivas para participantes del programa de formación, incluyen financiamiento de hasta USD $3,000, mentorías y acompañamiento editorial por tres meses. El equipo impulsor de la RDPV y las mentoras del programa informaron que al finalizar el plazo de postulación, se contaron 45 solicitantes y resultaron escogidos para la formación inicial 40 participantes.

Sobre la Red de Periodistas Venezolanas (RDPV)

La RDPV se fundó en 2020 con el propósito de generar alianzas y promover acciones colaborativas entre periodistas dentro y fuera de Venezuela. Está conformada por más de 250 mujeres que trabajan en medios de comunicación locales, nacionales e internacionales. También en organizaciones no gubernamentales o como comunicadoras independientes.

A lo largo de cuatro años, la RDPV ha impulsado proyectos que impactan directamente en los medios y la agenda periodística, visibilizando desafíos y soluciones de grupos históricamente marginados.

Si quieres saber más de la Red de Periodistas Venezolanas, te invitamos a visitar nuestras redes sociales, en Instagram @redperiodistas_ve y en X @periodistas_ve  

Becas de producción periodística Redsonadoras

Escogidas cuatro propuestas para becas de producción periodística Redsonadoras

(Junio, 2024) La Red de Periodistas Venezolanas (RDPV) extendió una invitación a sus miembras para postular a las Becas de Producción Periodística Redsonadoras. Esta iniciativa busca fomentar el periodismo con enfoque de género y diversidad en Venezuela.

Gracias al apoyo de Free Press Unlimited, se brindará respaldo a parejas o equipos de periodistas y profesionales de la comunicación. El objetivo principal es impulsar la producción de contenidos periodísticos que aborden de manera integral y sensible los temas de género y diversidad en Venezuela.

A través de la colaboración entre colegas nóveles y expertos, se espera generar un impacto significativo en la visibilidad y comprensión de las realidades que enfrentan las mujeres y personas sexodiversas en nuestra sociedad.

Beneficios de la Beca

Las Becas de Producción Periodística Redsonadoras se otorgaron a cuatro equipos de profesionales venezolanos para la realización de investigaciones periodísticas sobre temas de género y diversidad. Estas incluyen financiamiento para gastos relacionados con la investigación y producción de los contenidos periodísticos, así como el trabajo de quienes participen.

Los equipos seleccionados recibirán igualmente orientación y asesoramiento por parte de mentoras expertas en periodismo con enfoque de género. Estas mentorías se llevarán a cabo de manera individual y grupal, brindando a las participantes la oportunidad de mejorar sus habilidades y enfoques periodísticos.

Asimismo, contarán con apoyo editorial para garantizar la calidad y relevancia de sus propuestas.

Temas de Interés Prioritario

Las propuestas de investigación que se ubican en orden de prioridad para el otorgamiento de las becas deben abordar:

Justicia de género, diversidad e inclusión:

Documentar las relaciones de poder y discriminación de grupos subrepresentados, promover la equidad de género y el acceso igualitario a oportunidades y derechos, y visibilizar los derechos de las mujeres y las personas LGBTIQ+.

Medio ambiente y género:

Investigar el vínculo entre las mujeres y el medio ambiente, así como las implicaciones del cambio climático en la región desde una perspectiva de género.

Salud sexual y reproductiva:

Abordar enfoques novedosos en la cobertura de temas como el aborto, las infecciones de transmisión sexual, la educación sexual integral, el acceso a la salud y el trabajo sexual.

Plazos y Publicación

Cada equipo tendrá tres meses para la realización y publicación de su propuesta. El trabajo realizado producto de esta beca será publicado tanto en el medio de comunicación escogido por el equipo de periodistas como en las distintas plataformas de la RDPV.

Al finalizar el plazo de recepción de propuestas en junio de 2024, se recibieron 15 solicitudes de equipos diversos, ubicados en distintas regiones de Venezuela. Tras evaluarlas, cuatro resultaron las iniciativas seleccionadas. Próximamente se compartirán en medios aliados y en esta web de Redsonadoras.com los trabajos que recibieron en total USD $6.000 para su financiamiento.